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Fiesta es el título que se le puso en castellano a la novela de Ernest Hemingway, «The sun also rises». Describe una serie de personajes de la 'generación perdida' en viaje por Francia y España, donde asisten a los sanfermines en Pamplona. Pero fiesta es también lo que está a punto de acontecer en Ciutadella de Menorca, con el solsticio de verano; las fiestas de Sant Joan. Ep, ep, ep Sant Joan!, dicen los mozos –y también las mozas-, y los caballos se encabritan en el Caragol del Born, los caballeros sonríen y el sol de la tarde centellea en las hebillas que parecen de plata, en las gotas de sudor que parecen de limón y en los sombreros de palma que parecen auténticos sombreros jipijapa panameños. Y es que estas fiestas tradicionalísimas se están desvirtuando un poco a fuerza de hacerse famosas, y los visitantes desbordan las estrechas callejas del casco antiguo donde tiene lugar la mayor parte de la cabalgata. Un centenar largo de caballos menorquines sin castrar, o 'arreglar', descansados porque ya no trabajan en las labores del campo, sino que recorren los predios a sus anchas, nerviosos porque no están acostumbrados a las multitudes, echando espuma por la boca al verse agasajados en medio del jolgorio. Porque si en un tiempo Sant Joan era la celebración de la cortesía para con la nobleza y el clero, la fiesta de los payeses de rostros atezados por el sol, impecablemente vestidos de frac y tocados con guindola y con botas y espuelas, hoy Sant Joan es, cuando menos, la fiesta de los caballos, animales más nobles que sus jinetes y que los jóvenes enfebrecidos que los instigan a saltar, envalentonados por el gin, eufóricos por la celebración. Pero no se apuren, no hay maltrato animal. Más bien lo que hay es adoración del caballo rey de la fiesta.

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El maltrato, si acaso, se lo infringen a sí mismos los que se entregan al desmadre sin medida, los que apedrean con avellanas huecas, en lugar de solazarse con la caricia y el regalo de los enamorados a sus enamoradas, los que pierden el control y hasta la noción de sí mismos, como el muchachote que vi orinar una vez en la fuente del paseo, y bebiendo del chorro de la fuente mientras orinaba, cuando el castillo de fuegos artificiales que da fin a la fiesta aún se lanzaba desde la plaza del Born. Los chorros de la fuente cambiaban de colores y debían de ser un alivio para la garganta resacosa del santjoaner, como si se tratara de esos azucarillos que llaman dolses y que asimismo son de colores vistosos.