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Tienes una falsa sensación de seguridad. Probablemente amparado por la estadística, porque el día acompaña o porque acumulas ya la tira de kilómetros y de horas de vuelo y sabes que al final todo irá bien. Pero aún así entras con el pie derecho en el avión, respirando profunda y prolongadamente intentando mantener la calma en todo momento. Te vienes arriba y crees que esta será la vez en la que dejes atrás el pánico. Pero el cleck al cerrarse la puerta te devuelve a la realidad. Estas acojonado. Y mucho.

De golpe te empiezan a sudar las manos, se te seca la boca y notas como si el avión fuera haciéndose cada vez más pequeño. Controlas a duras penas el estrés y te preguntas qué puñetas haces aquí dentro pudiendo estar en el sofá, debajo de la sombrilla o sobreviviendo panza arriba, panza abajo en la piscina perezosamente.

No me gusta volar. Y lo sabes. Alguna vez te lo he contado en esta columna pero creo que es muy distinto el hecho de que una persona te diga que tiene miedo a subirse en un avión a que explique y comparta cómo se va sintiendo. Pues todo esto es lo que me pasa cada vez que me meto en un pajarraco metálico que, a pesar de que me sé la teoría a la perfección, todavía no me explico cómo narices se eleva.

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El estrés se gestiona casi por si solo. A veces tienes suerte y conoces a alguien con quien charlar o viajas acompañado y entonces esa falsa sensación de tranquilidad regresa. «Mal de muchos, consuelo de tontos», llegas a pensar, como si el hecho de compartir espachurramiento aéreo fuera a calmar los ánimos. Lo gracioso es que lo pienso en cualquier avión, ya sea viajando a Palma, a Barcelona, a Italia, Tailandia, Estados Unidos o Perú, a donde me marcho en unas semanas.

Entonces, ¿por qué lo hago? Porque estoy convencido de que el miedo es algo temporal con lo que nos encontramos cada día y que por lo tanto debemos gestionar. El miedo puede ser el muro más alto que se cruce en nuestro camino pero también, bien enfocado, la gasolina ecológica más imparable. Está en tu mano que hacer frente al miedo.

Podría quedarme en tierra, cierto. Abandonar el hábito de viajar y descubrir nuevos países y amuermarme en el sofá tiritando cada vez que ponen una película de aviones. Pero prefiero salir, vencer al miedo y usarlo para impulsarme y llegar más lejos de lo que jamás imaginé que habría llegado. Aunque al final, una vez dentro del avión, ese subidón y esa valentía desaparezcan y acabe acurrucadito en un asiento venciendo los nervios escribiendo este artículo.

dgelabertpetrus@gmail.com