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En 1938 la Universidad de Harvard inició un interesante estudio cuyo propósito era analizar aquellos factores que llevan al ser humano a tener una vida sana, plena y, sobre todo, feliz. Para ello, seleccionaron dos grupos de sujetos: 1) el primero, formado por estudiantes de segundo año de dicha Universidad; y 2) el segundo, constituido por jóvenes de los barrios más deprimidos de Boston que se las habían arreglado para no caer en la delincuencia. Nadie podía imaginarse que aquel estudio iniciado en el período de entreguerras se prolongaría hasta la actualidad. Los investigadores sometieron a los participantes a numerosas entrevistas a lo largo de su vida, exámenes médicos, consultas con sus parejas, examinaron sus hogares, así como las conversaciones que mantenían con su familia para detectar aquello que les preocupada o les hacía feliz.

Algunos de los participantes fueron abogados, doctores, albañiles o hombres de negocios. Incluso uno de los participantes –llamado John F. Kennedy- llegó a ser presidente de los Estados Unidos. Algunos cayeron en el alcoholismo, otros tuvieron carreras decepcionantes, sufrieron enfermedades mentales o se suicidaron. ¿Qué lecciones de vida se podían extraer de aquel volumen ingente de información? ¿Cúal era la clave de una vida feliz? Los investigadores concluyeron que la felicidad no estaba relacionada con la riqueza ni con la fama. Más bien al contrario, la clave residía en construir relaciones humanas felices y saludables. ¿Y cómo se conseguía ese objetivo? En primer lugar, el estudio había demostrado que las personas que tenían vínculos sociales más estrechos con la familia, los amigos y la comunidad eran más felices, sanos y más longevos. En efecto, la soledad era una sensación tóxica que hacía empeorar considerablemente la calidad de vida de los participantes hasta el punto de que sus facultades mentales se veían afectadas a una edad más temprana. En segundo lugar, los investigadores concluyeron que lo importante no era el número de relaciones sociales, sino su calidad. Vivir en medio de un conflicto es extremadamente nocivo para la salud. El grado de satisfacción con las relaciones sociales constituye un pilar fundamental que predice cómo envejecerá una persona incluso mejor que su índice de colesterol. Y, en tercer lugar, el estudio demostró que las buenas relaciones protegen no solo el cuerpo, sino también el cerebro. En efecto, las parejas que se sentían inmersas en una relación saludable tenían un sentimiento de confianza que les hacía sobrellevar mejor las dificultades del dolor físico. Incluso se llegó a demostrar que esta relación de apego favorecía que los recuerdos permanecieran más nítidos en la memoria de los participantes lo que les hacía menos proclives a padecer enfermedades neurodegenerativas.

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El estudio de la Universidad de Harvard constituye, sin duda, una aportación muy valiosa a la comprensión de ese oscuro objeto de deseo: la felicidad. En efecto, se trata del único estudio de campo que ha pervivido a lo largo de más de setenta años gracias a la perseverencia del equipo de investigadores y al apoyo del Gobierno de los Estados Unidos. Esta continuidad ha permitido examinar de manera minuciosa durante más de medio siglo la vida de 700 personas de diferente estrato social y económico. ¿Qué decisiones tomaron aquellos participantes que, al llegar a los ochenta años, disfrutaban todavía de una vida feliz? La respuesta, según la Universidad de Harvard, es clara: apostaron por crear vínculos de confianza con las personas de su entorno para compartir momentos, ilusiones, miedos, angustia y decepción. Aquellas personas que vivieron más años felices dedicaron muchos años de su vida a construir puentes con amigos, familia y con la comunidad basados en el amor, el respeto y el crecimiento personal. Aun cuando existieran fricciones y disputas, aquellas personas reivindicaron el valor del otro, del desconocido, para darle una oportunidad a fin de caminar juntos por el camino de la vida. Construir este tipo de relaciones no es, desde luego, algo fácil. Requiere tiempo, paciencia, empatía y capacidad de perdonar. Se trata, sin duda, de una inversión de futuro que nos ayudará no sólo a descubrir otras perspectivas (y a divertirnos más compartiendo buenos momentos), sino también a ser más felices y longevos.

Vivimos en una sociedad que demanda soluciones rápidas. Si la ciencia hubiera inventado una pastilla de la felicidad, posiblemente habría colas en las farmacias esperando aquel milagroso remedio. Sin embargo, ¿no estaríamos olvidando una parte esencial de nuestra forma de vivir? ¿No sería mejor llamar a ese amigo del que hace tiempo que no sabes nada? ¿O visitar a ese familiar que vive lejos y con el que discutiste hace años? ¿O quizás organizar una sorpresa para tu pareja? Quizá sea el momento de recordar las palabras del escritor Mark Twain: «No hay tiempo, tan breve es la vida para dimes y diretes, disculpas, resentimientos y rendiciones de cuentas. Solo hay tiempo para amar y tenemos poco tiempo hasta para eso».