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Dicen que el último sorbo de un mojito suena igual que una trompeta desafinada. También dicen que cuando uno está en silencio puede oír su interior, y que muchas personas se asustan de lo que viene de dentro y por eso huyen hacia fuera rodeándose de un ruido incesante.

Óscar Mantón es un tipo dado a la reflexión y alguna vez han rondado por su cabeza ideas como esas. Sin embargo cuando se cansa de la intensidad que le dan algunos de sus pensamientos desenchufa las neuronas. Óscar ahora estaba cansado hasta el tuétano. El calor pega inmisericorde sobre el asfalto de la ciudad dormitorio de Móstoles, al sur de Madrid. El invierno no había ido mal del todo, las motos entraban en su pequeño taller, y ahora, después de casi diez años, Óscar se iba a dar el lujo de cerrar una semana y tomarse unas merecidas vacaciones. Ya saben, queridos lectores, que a todos los autónomos de este país les cuesta la vida ir sobreviviendo. Es increíble como les crujen a impuestos y a burocracia, al mismo tiempo que se llenan la boquita hablando de los emprendedores. Que tomen nota los listillos del patio, los auténticos emprendedores son los que se parten el espinazo a currar para sacar sus pequeños negocios adelante. Como cansa tener que recordar lo obvio.

Óscar volverá a Menorca después de casi veinte años. La última vez que estuvo conoció a Martina, una aragonesa afincada en la Isla. Desde el primer momento que la vio sentada en aquella terraza de Calasfonts, Martina le pareció guapa por dentro, por fuera, y por los alrededores. Él era un joven mecánico recién salido del nido, y ella había encontrado un trabajo de temporada limpiando yates en el puerto de Maó.

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La historia de amor tuvo nivel vacaciones cortas en el Mediterráneo. Atracción física, risas, subidón etílico de la pasión y de la amistad, despedida intensa con promesas de llamarse y no perder el contacto, que como es natural nunca se cumplieron.

Ahora podría inventarme que Óscar encontró a Martina cuando aterrizó en Menorca. Que ella trabajaba en el aeropuerto y que con una sola mirada renació una chispa olvidada en dos décadas. Pero no tengo el cuerpo para mucho azúcar. También podría decirles que Óscar aterrizó con la esperanza de encontrarla y recorrió cada rincón de la Isla en su busca, para volver a su pequeño taller con las manos vacías. Pero tampoco tengo el cuerpo para mucho drama.

Lo que si les contaré es que Óscar nunca olvidó la segunda noche que estuvieron juntos. Fueron a cenar con algunos conocidos de ella a un pequeño restaurante de la costa sur. Durante la cena una de las chicas hizo un comentario racista sobre lo que ella llamó «sucios moros». Se hizo un incomodo silencio donde nadie decía nada. Hasta que Martina se levantó de la mesa y dijo que no le apetecía compartir la cena con una ignorante xenófoba que además tenía el gusto en el culo ya que se había pedido vino blanco para acompañar la carne. Cogió de la mano a Óscar y abandonaron el local. Nadie más se movió.

Óscar imprime su tarjeta de embarque, apura el último trago de un mojito y sueña con el primer chapuzón en Cala Mesquida. Mientras la impresora escupe el papel se vuelve a meter para dentro, no le asusta hacerlo, y sonriendo recuerda que hace veinte años aprendió, de la mano de un amor de verano, que el silencio de la buena gente hace que los actos de la mala gente sean aún más atroces. Desde entonces Óscar no se calla nunca. Gracias Martina y feliz verano.