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Ya he vuelto a ver anunciar mil cosas para estas fiestas, es decir, las fiestas de Navidad, para las que aún falta un mes sobre poco más o menos. Y es que nuestra sociedad de consumo transforma en mercancía comercial todas las fiestas de guardar, y las de no guardar también. Ya me ha vuelto a llamar la atención el poder fascinante de un frasquito de agua de colonia. Si un hombre tiene dificultades con las mujeres no tiene porqué romperse los cuernos, basta con adquirir una botellita de perfume. Es como lo de la novela «El perfume», de Patrick Süskind: aplicándose tal o cual marca, generalmente carísima, uno puede tener toda una corte de mujeres hermosas, sumisas y con poca ropa. Mujeres vestidas con insinuantes trajes de noche que el hombre domina con la fidelidad de una perrita de lujo o un oso amoroso. Perfumes que dan euforia, que presentan la imagen de un hombre musculoso, eternamente joven, invicto ante no se sabe qué batallas. Y si por el contrario se trata de que una mujer no puede relacionarse fácilmente con los hombres también se arregla todo con unas gotitas de perfume. Eso sí, tiene que estar buena. Entonces los marineros acostumbrados a izar velas vendrán a apretarle el corsé, serán expertas navegantes en aguas bravas, podrán encontrar a Jack si es que lo estaban buscando, poseerán por fin el frescor inigualable de los limones del Caribe o volverán a sentir el perfume de la niñez como cuando paseaban por el jardín de la abuela. A la vista está, solo tienen que sacudir la melena sensualmente o ponerse Chanel número 4, como Marilyn, a modo de pijama. Es el milagro de la colonia, el milagro de los sueños.

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No sé lo que se deduce de todo eso. Mi mujer dice que lo que pasa es que llega la Navidad y que la colonia, los perfumes, after shave, estuches de cosméticos etc. son un regalo de precio asequible. Puede que sea eso. Puede que todos los hombres llevemos un machista dentro y que los anuncios de tíos cachas y gachís despampanantes alimenten nuestras frustraciones. Y viceversa, puede que algunas mujeres tengan también esta clase de sueños más o menos inconfesables que los estudios de mercado transforman en anuncios tremendamente irreales. Al fin y al cabo, soñar es gratis, y de ilusión también se vive. O a lo mejor es que el creador de «El perfume» tenía razón y las feromonas determinan nuestra conducta subconsciente hasta el punto de convertirnos en sádicos, dominas o simplemente esclavos de los spots publicitarios.