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Recibí una invitación del administrador diocesano de la Diócesis de Menorca, Gerard Villalonga, para asistir con mi esposa a la ordenación episcopal del obispo electo monseñor Francesc Conesa Ferrer. El acto se celebró el sábado pasado, día 7 de enero, en la catedral de Menorca. Ese día yo me hallaba de viaje, acompañado por mi mujer, de modo que no pude asistir a tan magna celebración. Habría sido la primera vez en mi vida que veía ordenar a un obispo, y estoy seguro que la ceremonia, aparte del inmerecido honor que se me hacía invitándome, habría valido la pena.

En seguida busqué información sobre monseñor Francesc Conesa Ferrer y supe que procedía de Elche, que fue bautizado en agosto de 1961, que estudió en el Seminario de Orihuela, que fue ordenado sacerdote en 1985, que se doctoró en Teología y que el papa Francisco le ha nombrado obispo de Menorca. En seguida pensé que un hombre joven, elegido por el papa de los pobres ofrecía buenas perspectivas para el cargo de obispo de nuestra tierra, y que merecía nuestras felicitaciones y nuestros mejores augurios.

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Lo cierto es que no he tenido grandes contactos con obispos a lo largo de mi vida. Cuando era pequeño el obispo de Menorca era un personaje ya entrado en años, con una sonrisa entre burlona y pacífica, que procedía de Mallorca y se llamaba Bartolomé Pascual Marroig. En aquella época la plaza de la catedral se llamaba plaza de Pío XII, y la plaza del Born llevaba el nombre del Generalísimo Franco. Debido a la corta experiencia de un niño, y a la corta estatura también, estos hombres parecían gigantescos y eternos. Luego la vida se ha encargado de ratificar los versos de Machado: «Todo pasa y todo queda pero lo nuestro es pasar».

Cuando nacieron mis hijos, a finales de los años setenta, conocí a un obispo poeta, Antoni Deig i Clotet, que se parecía extraordinariamente a uno de los abuelos de mis hijos, por lo que el cargo de obispo me pareció entonces de lo más campechano, tal vez porque eran los tiempos revueltos de la transición política. Trabé conocimiento, años más tarde, con Salvador Giménez Valls; viajé con él a Maó y me ofreció sentarme delante, a lo que le dije que sería mejor que lo hiciera él, porque si teníamos un accidente podría empezar a allanar el camino con Dios. Pero no quiero olvidar a mi compañero de infancia, Sebastià Taltavull Anglada, obispo auxiliar de Barcelona, que es un hombre de gran vocación y por lo que yo le conozco casi diría que es un hombre como nosotros.