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Historia 1. La evidente (la de la Wikipedia): el escritor Ricardo Piglia se llamaba al completo Ricardo Emilio Piglia Renzi. Nació de carne y hueso en Adrogué, provincia de Buenos Aires, el 24 de noviembre de 1941 y murió este 6 de enero, a los 75 años. Padecía esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una enfermedad que inmovilizó su cuerpo, pero que no le arrebató ni oficio ni lucidez. Era también crítico literario (es decir, practicaba la «pornografía de clase media», como dijo en alguna entrevista); era experto en (admirar a) Borges, entre otros autores; era editor, ensayista, guionista, profesor de literatura y, sobre todo, un lector maestro (¿el último?): porque no se lee igual después de haber leído a Piglia leyendo literatura (Crítica y ficción). Entre sus obras destacadas se apilan Respiración artificial (1980); Plata quemada (1997) o Blanco nocturno (2010) y entre sus premios, el Rómulo Gallegos, el de la Crítica o el Formentor de las Letras.

Historia 2. La otra, la historia secreta, la de los diarios íntimos que estuvo escribiendo/dictando hasta el último día, se esconde en alguna parte —¿en los interlineados?— de los 327 cuadernos que escribió Piglia desde los 16 años, con un protagonista escindido de su nombre: Emilio Renzi (ente que lo acompaña desde La invasión, de 1967). Más de medio siglo entendiéndose en tercera persona a través de su alter ego, el que niega el apellido del padre, porque contra él escribió, dijo también. Ese personaje protagonizó sus vidas posibles: «aquello que podía haber hecho, un tren que yo no hubiera perdido», explicó Piglia, que insistía en que «el narrador no es necesariamente uno mismo». Los géneros cruzados que forman la trilogía de Los diarios de Emilio Renzi (los dos primeros volúmenes ya han sido publicados por Anagrama, el tercero se espera para este 2017 ya sin Piglia: es decir, la historia secreta de Piglia vendría a ser que Emilio Renzi —o sea, Piglia—, no ha muerto: sigue vivo en la historia subterránea de la literatura; ventajas del elixir de la ficción que él tanto estudió y practicó).

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Comenzó a leer por amor y debió seguir por lo mismo. «Yo ya leía, pero sin método», contó en otra entrevista, «había tenido una noviecita en Adrogué. El padre era de familia de anarquistas, leían mucho. Íbamos caminando, había un muro alto, y ella me dijo: «¿Estás leyendo algo?». Y yo había visto, en una librería, «La peste», de Camus. Y le dije: «Sí. La peste». Y me dijo: «Préstamelo». Me da vergüenza contar esto, pero compré el libro, lo leí esa noche, lo arrugué un poco para que pareciera usado, y se lo llevé al día siguiente. Y ahí empecé a leer». Sobre todo divaga en esos diarios acerca de los libros de su vida, la que se pasó leyendo y escribiendo (libros, muchos de ellos sobre libros): «Vivíamos en una zona tranquila, cerca de la estación de ferrocarril, y cada media hora pasaban ante nosotros los pasajeros que habían llegado en el tren de la capital. Y yo estaba ahí, en el umbral, haciéndome ver, cuando de pronto una larga sombra se inclinó y me dijo que tenía el libro al revés. Pienso que debe haber sido Borges, se divertía Renzi esa tarde en el bar de Arenales y Riobamba. En ese entonces solía pasar los veranos en el Hotel Las Delicias, porque ¿a quién sino al viejo Borges se le puede ocurrir hacerle esa advertencia a un chico de tres años?».

Esta división de la vida de Piglia en dos historias: la visible y la otra, la secreta, es la que este autor nos enseñó a delimitar en su imprescindible «Tesis sobre el cuento» (incluida en Formas breves, de Anagrama). Allí, Piglia subrayó que al narrar se cuenta una historia en un primer plano pero que en realidad se está contando otra y que esa historia secreta es la clave del cuento. Para explicarlo, Piglia usa un apunte de un cuaderno de notas de Chéjov que decía así: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». Es un esquema de una historia que Chéjov no escribió y que todos podríamos (intentar) armar. El conflicto está servido en esa ruptura de la lógica: ganar un millón y quitarse la vida (dos historias, la del juego, por un lado, y la del suicidio, por otro). Yo les invito a escribir el cuento, a rendir desde aquí (donde sea que sea aquí) un homenaje a Piglia (o sea, al cuento), para no olvidar que un relato encierra otro, como la vida de Piglia (como la de cualquiera): con su principio, nudo y desenlace.

anaharo@gmail.com