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El huracán se va formando lentamente en las alturas y algunos lo previenen dando los oportunos avisos. Va a ser devastador, dicen. Su fuerza sirve para calcular los posibles daños. Imposible desactivarlo: solo esquivarlo o ponerse a salvo. El monstruo avanza impasible, arrasando cuanto encuentra a su paso. Muchos lo perderán todo, se quedarán sin nada. Por lo menos, deben procurar salvar su vida y la de los suyos. Es prudente hacer caso a los avisos. Cualquier intento de resistir o hacerle frente deviene una temeridad. Frente a la catástrofe nos sentimos impotentes.

La fuerza implacable del viento no respetará nada ni a nadie. Podemos analizar sus causas, quejarnos del cambio climático, culpar a quien sea… ante la devastación y el caos veremos ejemplos de solidaridad o de pillaje. La naturaleza humana sigue su curso.

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Evaluar las pérdidas. Reconstruir los destrozos. Empezar de nuevo. ¿Cuántas veces ocurre y ocurrirá aquello que nadie quiere ni se espera? Los desastres naturales, las guerras, las epidemias, los terremotos… nadie los decide en referéndum. Van más allá de nuestra voluntad y capacidad de decisión.

Pensemos en experiencias ya vividas y en lo que cuentan sus involuntarios protagonistas. Un huracán puede poner en jaque a países enteros. Llevárselo todo. Ciego y sordo ante los lamentos. Aunque el viento sea invisible, sus efectos pueden cambiar millones de vidas apacibles, rutinarias, adormecidas.