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Hay que ver la que han liado con el 1-O, cómo han agitado el gallinero, cómo se arrastran firmas en pro del proceso o en demanda de respeto al orden constitucional, cómo se extiende e inocula la obligación de manifestarse a favor o en contra, cómo se manipulan unos datos, cómo se esconden otros, cómo se usa en vano el nombre de democracia, cómo se apela al derecho de autodeterminación -el mismo que ¡manda huevos!, evocaban algunos en la frustrada segregación municipal de Fornells- a sabiendas de que está fuera de lugar.

Pasados los primeros fulgores y a cuatro días de la gran farsa, una amplísima mayoría ciudadana asiste atónita al espectáculo que la política, porque esto no es otra cosa, debió haber evitado cuando se dieron condiciones pintiparadas.

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Las elecciones del 26-J dejaron a Rajoy con una minoría suficiente para pactar la mayoría parlamentaria necesaria con Ciudadanos y otro grupo, el catalán de CDC por ejemplo, de mayor afinidad ideológica (137+ 32+8=177). Era el momento de negociar el apoyo a la formación de gobierno a cambio de más innversión -como han negociado después vascos y canarios en los presupuestos- y el perseguido referéndum sobre la voluntad de los catalanes ante la independencia, hablando claro, sin eufemismos de derecho a decidir que deja ese verbo intransitivo con el sobreentendido colgando.

¿Por qué se despreció esa oportunidad? Por puro interés partidista, por la negación al diálogo que ya venía de largo, porque no les interesó, porque siempre es más fácil hacer política contra alguien que en favor de algo. La consecuencia ha sido una chapuza, más despilfarro de dinero público y una fractura social. Son malos no porque desperdiciaran la oportunidad sino porque, egoístas, prefirieron desaprovecharla.