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Estos pasados quince días, que han sido de vértigo para quienes los han vivido desde el afecto y de asombro para el resto, dejan un panorama pesimista. Las únicas consecuencias tangibles hasta ahora son la huida de setecientas empresas y cárcel para dos cabecillas del separatismo, aunque todo ciertamente es transitorio.

Mirado en perspectiva, el famoso proceso tiene más de suceso que de proyecto político y así lo reflejará la historia, incluso en la historia que se cuente en los libros o futuras tabletas de texto.

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El referéndum, origen de las últimas emociones, lo convocó un presidente puesto en el cargo porque el elegido -Artur Mas, que el pasado fin de semana estuvo por aquí disfrutando de la gastronomía menorquina- tuvo que dar un paso al lado. Se realizó al margen de la legalidad, en urnas chinas tupperware, sin censo ni garantías, sin credibilidad ni verificación internacional. Y, sin embargo, esa parodia es el argumento de legitimidad para una proclamación de indepedencia que se intuyó pues no hubo tal declaración y a continuación se suspendió. Como alguien ha dicho, Puigdemont ha inventado la «suspendencia».

La «vaga de país» fue un acontecimiento antológico, muestra de la capacidad de movilización surgida desde la identidad como pueblo con una respuesta masiva. Paradójicamente la hicieron sobre todo los trabajadores, que serán los grandes perdedores de la crisis provocada por un nacionalismo retrógrado, que desafía la evolución de los tiempos que cabalgan hacia la desaparición de fronteras y desbarra al invocar el derecho de autodeterminación, que debe ser el mismo que un partido menorquín blandía para justificar la pretendida emancipación municipal de Fornells.

La guinda la puso el presidente del Barcelona, que decidió jugar el partido a puerta cerrada «para que el mundo vea cómo sufre este pueblo». Y el mundo lo vio, obtuvo el aplauso de Maduro y Farage y un editorial ejemplar en el Charlie Hebdo, suficiente para que el suplente del «paso a un lado» dé ahora un paso atrás.