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Ahora más que nunca está de moda disparar a la Carta Magna de 1978, el texto constitucional más estable de la historia de España con una vigencia de 39 años cumplidos anteayer martes.

Se trata de exigir su reforma porque, dicen algunos, pudo ser elaborada bajo presión de los vestigios franquistas con el propósito de acelerar la transición obviando los crímenes e injusticias de la dictadura. En la elaboración de la ley de leyes, sin embargo, participaron políticos de toda posición con perspectiva de futuro y fue refrendada por casi el 88 por ciento de los españoles con derecho a voto. Ganó el sí en todas las capitales de provincia.

Aún sin el músculo democrático que hoy sí tenemos en España, la Constitución amparó la transformación que sufrió el país y ha sido la base sobre la que ha crecido el proceso que ha asentado el Estado de derecho hasta límites insospechados.

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Tan insospechados como que la democracia española permite que una persona huida de la justicia, como es el caso del ínclito Carles Puigdemont, haga campaña para repetir como presidente de la Generalitat desde Bruselas con apariciones fantasmales en mítines, o que otro, Oriol Junqueras, pueda hacerlo desde la prisión en la que se encuentra preso por saltarse ambos reiteradamente las leyes.

Este mismo sistema ha sentado en el banquillo de los acusados a una hija y hermana de rey, ha llevado a declarar al mismo presidente del gobierno ante un tribunal y ha encarcelado a representantes asequerosamente corruptos del Partido Popular, entre otros.

Seguramente faltan muchos por entrar en prisión porque el sistema escalonado de la justicia española presenta una estructura demasiado garantista en función de los innumerables recursos que retrasan la sentencia final pero esta acaba llegando. Y no siempre hay resoluciones justas pero visto donde estábamos hace 39 años y donde estamos ahora, algo habrá que agradecerle a esta Constitución antes de denostarla.