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Han salido a la calle los mayores pidiendo una pensión digna, expresión eufemística que se traduce por más retribución. Ninguna reivindicación anima tanta corriente de solidaridad, más que nada porque, en potencia, todos somos jubilatas -expresión que utilizo en honor a Forges, al que rindo recuerdo y admiración-.

Ellos han llegado y cobran, les parece poco la subida aun sabiendo que parte de ese dinero procede de la retención a nóminas que no conocen la subida salarial desde hace más de un lustro, sueldos que no dan ni para unas vacaciones del estilo del Imserso.

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Salen a la calle excitados, entre otros, por el sucesor de aquel presidente del Gobierno con carita bobalicona que en 2010 congeló las pensiones y agravó la desigualdad social. Por cierto, no se les vio ni se les oyó por aquel entonces.

Y no son ellos los que han de salir, -o sí, también- sino los que hoy están en los 40 y en los 50, la próxima generación, que ha empezado a asumir que el sistema ya no da de sí, que no habrá una pensión garantizada como la de ahora. Nuestro economista de cabecera Guillem López Casasnovas lo advertía hace un par de años al comentar su libro «El estado del malestar», el Estado no nos dejará tirados, pero la pensión tal como hoy la conocemos no existirá mañana.

Somos menos trabajando, que es la fuente de las pensiones, la esperanza de vida ha aumentado y, sobre todo, el empleo tal como lo conocíamos, esa solución existencial a tu vida que te permitía hacer planes de familia y de radicación, ya no existe. No hay contratos para toda la vida, una trayectoria en la empresa que en compensación premia tu fidelidad. Hoy te dan trabajo a salto de mata, de temporada, por horas, trabajo que no alcanza la categoría de empleo entendido como estabilidad y una seguridad que transmita confianza en el futuro.