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Subo un pie a la cubierta de un velero llamado «Astral». Mi ropa está seca. He venido andando desde mi casa hasta el puerto de Maó. Luego iré a trabajar, hoy tengo clase de relato en el Ateneu. La tarde está nublada, pero la impresión de que el invierno se va me hace sonreír, se lo digo a mi pareja y soñamos por un momento con ese primer baño en el mar luminoso y pacífico que baña Menorca. Cada vez lo sentimos más cerca de las pieles.

Mi sonrisa se deshace cuando llego a la proa del barco y contemplo los chalecos salvavidas naranjas quietos, recostados, pero llenos de relatos de personas que huyen. Puedo imaginar centenares de rostros mirándome, pieles empapadas de agua fría, después de haber estado a punto de ahogarse en el mar de muerte en que se ha convertido este mismo Mediterráneo.

Llegan tras pagar una fortuna a las mafias por viajar en barcazas de madera que sobrepasan todos los límites de su capacidad, en bodegas contaminadas con los gases de los motores que se convierten en ratoneras si llegan a volcar. Llegan también en lanchas fabricadas en China que se venden en portales como «Alibaba» por 800 euros y que hasta hace poco aparecían tecleando «Refugee boats», según nos explica uno de los voluntarios de Proactiva Open Arms, la ONG que fundó Òscar Camps en 2015 y que ha recalado en Balears para seguir denunciando la vulneración de los derechos humanos de las personas refugiadas y migrantes en la Unión Europea.

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Me vuelve a asomar la sonrisa cuando me cruzo con alguno de estos socorristas ataviados con sudaderas rojas que han dejado aparcadas sus vidas para auxiliar otras. Nos reciben ilusionados de poder compartir su experiencia, por mucho que tengan que escuchar que organizaciones solidarias como la suya facilitan el trabajo a las redes tráfico de personas, como reza el informe de Frontex de 2016 o como hace pocos días les acusaba Italia, después de inmovilizar el barco con el que operan en aguas internacionales, por un posible delito de «promoción de la migración ilegal» por, supuestamente, no haber escuchado las órdenes de los guardacostas libios. Guardacostas libios entrenados por la UE para frenar la salida de pateras y que, al parecer, lanzaron amenazas de «disparar a matar» contra los voluntarios de esta ONG si no les entregaban a las personas que llevaban a bordo. En lugar de seres humanos a la deriva parece que se estuviera tratando con mercancías. Igual que cuando se habla en España de 'devoluciones en caliente' en otra frontera, la nuestra, que también niega el asilo a personas que arriesgan sus vidas y huyen de la miseria, del hambre, de las violaciones constantes a mujeres, de la guerra, de la nada.

El velero de 30 metros de eslora, cuya historia se narra en el documental «Astral», me resulta pequeño para tantos rescates: en los últimos años, cerca de 15.000 personas han subido a bordo de las más de 58.000 personas a las que esta organización ha salvado de morir ahogados. Yo me había imaginado una nave inabarcable, como los siglos, como la historia que juzgará estas políticas europeas que algunos han llamado «necropolítica», por este dejar morir al otro siguiendo la idea de que para el poder unas vidas tienen valor y otras no. Pero no ha resultado ser un barco infinito, tiene una capacidad limitada, como estos voluntarios, tan abandonados en su labor como los propios desplazados: solo ellos y otras dos ONG cubren ahora las millas de agua que separan Libia de Italia en apoyo a los guardacostas italianos. No dan abasto en la oscuridad de las noches rastreando lo que nadie quiere ver y ante el silencio de todos.

En medio de la charla que nos ofrecen los voluntarios, aparecen dos representantes de la plataforma Benvinguts Refugiats Menorca, que no ha dejado de actuar desde que estalló esta crisis. Vienen a hacer entrega de una donación de mil euros, parte de la recaudación de la muestra «No Borders», que la semana pasada se celebró en Sant Lluís: pienso en ese instante en las dos obras que compramos y en que la solidaridad de los menorquines se irá también a bordo del «Astral» con los voluntarios de Open Arms, cuando abandonen las aguas tranquilas del puerto de Maó para seguir su ruta, la de los que huyen y la nuestra, porque también nos pertenece: salvar vidas humanas no puede ser ilegal.

Me dirijo hacia mi clase agradecida hacia una parte de la humanidad y camino con la convicción de que no habrá relato más poderoso que el de cada una de las personas que han subido a bordo de ese barco y que ahora podrán contarlo.