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Echo una mirada a la cartelera de teatro en Barcelona, dado que en Ciutadella de Menorca existe una gran afición teatral, y me doy cuenta de que Bob Dylan ha actuado en el Liceo y que no existen imágenes de su recital. Un artista celoso de su intimidad, rezan los titulares, pero no es el único. Por televisión difunden puntos de vista de los espectadores, que se muestran muy satisfechos con el espectáculo, entrevistas con el afinador de pianos, que tampoco ha visto al cantautor, y mi amigo Antoni Català me relata la experiencia de haber presenciado la excelente actuación del autor de «Blowing in the wind» y premio Nobel por añadidura. Bueno, si el teatro en Barcelona reluce por recitales como este, por musicales como «Con faldas y a lo loco», por versiones teatrales de Agatha Christie, por revivals de «Cyrano» en boca de Lluís Homar, por comedias como «Art», de Yasmina Reza, yo también me veo capaz de contar el espectáculo por las bambalinas. Y en seguida me acuerdo de aquel actor que encarnaba a un rey en una obra de teatro histórico y tenía que leer una carta, pero el compañero que hacía de paje le llevó la carta en blanco a modo de broma de mal gusto, o de mala leche. Cuando se disponía a leerla el actor palideció, pero reaccionó en seguida. Pasó la misiva al paje y le dijo: «Venga, léemela tú».

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Entonces es cuando mi amigo Andreu Anglada y su mujer, Mari Fontestad, me cuentan un par de anécdotas de sus experiencias teatrales como actores, y me doy cuenta de que lo de las bromitas entre compañeros está al orden del día. Parece que lo de la maleta vacía requería una cierta dosis de realismo; la actriz que debía levantarla, encarnando a una viejita enclenque, lo hacía con demasiada facilidad para resultar verídico y Andreu se encargó de agregarle un peso morrocotudo, con lo que la viejita se las vio y se las deseó para sacarla del escenario con las dos manos y echando los bofes. También tiene su miga lo del actor de voz admirable, pero que hablaba bajito, interrumpido varias veces desde el paraíso –también conocido como «gallinero»— con un «¡no se oye!» perentorio; parece ser que el actor, muy profesional, ni siquiera se inmutó y cuando regresó a las bambalinas preguntó: «¿Habéis oído a ese sordo?». Y es que no hay peor sordo que el que no quiere oír, ni peor vida que una vida sin humor, tal vez por eso Andreu les cerró la trampilla a los actores que tenían que reaparecer por el otro lado a través de un túnel angosto y se armó la de Dios es Cristo.