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Han transcurrido ya seis años desde que desapareciera el Menorca Bàsquet, el club de baloncesto que situó el nombre de Menorca en paralelo al de Madrid, Barcelona, Vitoria o Valencia durante cinco temporadas inolvidables, incluidos dos ascensos al olimpo del baloncesto profesional.

Aquel pasaje onírico que burló a la utopía para convertirse en una realidad sin precedentes en la historia insular, construyó un sentimiento que recogió el entusiasmo de toda la Isla hasta que se fue al garete. Lo hizo de una forma abrupta, cruel, porque la SAD desapareció tras lograr el que era su tercer ascenso a la ACB.

La herida por el desenlace, fruto de una pésima administración y el desamparo del Govern balear, que hasta entonces había sido su sostén, nunca se cerró. Es como si la cicatriz por aquella defunción continuara emanando pus de vez en cuando.

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Menorca es una isla de baloncesto se decía entonces cuando todos lamentaban lo sucedido. Y debe serlo porque en ese tiempo ha germinado un nuevo proyecto con el mismo nombre intercambiado aunque con escaso parecido.

El Bàsquet Menorca, sin hacer ruido, ha retomado el Pavelló del milagro, construido en tiempo récord para asumir el primer ascenso a la ACB, y va dando pasos firmes a partir del sentido común. Desde una categoría menor como la EBA, ha conseguido levantar del sofá a buena parte del público de antaño para que comience a poblar el que fuera recinto menorquinista en la máxima categoría del baloncesto español.

Hace dos semanas ganó el ascenso a LEB Plata con un apoyo notable en las gradas que, por momentos, recordó lo que fue aquella etapa de esplendor. Es un buen punto de partida para alimentar una trayectoria que promete más alegrías con las que relanzar el baloncesto profesional en la Isla sin plantearse horizontes imposibles. El tiempo dirá, pero lo hecho hasta ahora es digno de elogio.