Hace ya muchos años que Juan T, uno de mis personajes, se casó en la novela «La Vall d’Adam» con la chica que le gustaba. La enigmática T de su apellido, según las malas lenguas, significaba «tonto», sin embargo no debía ser tan tonto el personaje cuando, ante la pregunta del sacerdote respecto de si estaba dispuesto a amar a su mujer en lo bueno y en lo malo hasta que la muerte los separara, dijo: «¿Y no podría haber una rebaja?» A lo que el sacerdote respondió: «No se acostumbra» Ya digo, ha llovido mucho desde entonces, y hoy en día hasta los artistas más viejos se atreven a pedir en matrimonio a su novia en plena ceremonia de los Grammy, como ocurrió hace poco. Las novias de los tiempos de Juan T tenían que llegar vírgenes al matrimonio, y eran susceptibles de ser devueltas si no cumplían ese requisito, y hoy en día dos abuelitos todavía pueden ser novios y estar cargados de nietos. Yo lo comprendo, no están seguros de si la relación de pareja será llevadera y la ponen en práctica, a veces durante años, hasta que se casan -o no- poco antes de la hora de la muerte. La cosa se complica cuando los fracasos de las tentativas se multiplican y uno -o una- ha tenido ya media docena de parejas y no sabe a ciencia cierta con quién se despierta cada mañana. Entonces surgen esas frases curiosas que definen mal la situación, frases como el hijo de mi marido o el padre de mi hijo, mi compañero o mi pareja; los tiempos cambian tan deprisa que el lenguaje se adapta mal a tanta variedad.
Les coses senzilles
Casa de muñecas
01/10/18 0:14
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