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Tengo una nota sobre la mesa que dice: «las generaciones posteriores, los ecos de la guerra; la gente que todavía hoy está sufriendo guerras y postguerras». Alguien dijo esto y me llamó lo suficiente la atención como para apuntarlo. Y no crean que es algo de por aquí; la nota no está escrita en ninguna de las dos lenguas que se hablan habitualmente en nuestras islas. En la actualidad existen nada menos que 22 países en guerra: Afganistán, Argelia, Birmania, Chad, Colombia, Etiopía, Filipinas, India, Irak, Israel y Palestina, Nigeria, Pakistán, República Centroafricana, República del Congo, Somalia, Sri Lanka, Sudán, Tailandia, Turquía, Uganda y Yemen. La especie humana solo es una más entre las existentes en la Tierra. El hombre apareció como resultado de cambios determinados por la adaptación al medio. Se estima que la rama evolutiva que lleva al hombre actual se separó de los chimpancés hace unos 6 millones de años. El hombre moderno tiene su origen en una población de hace unos 200.000 años localizada en África Oriental, una población de pocos individuos que desplazó al resto de los humanos arcaicos esparcidos por toda la tierra. Supongo que se impusieron por diversos métodos, entre los que no cabe descartar la guerra.

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No hace mucho me entrevistaron para una serie sobre la transición que llevó al actual estado de cosas en España. Cuando me preguntaron por qué no prosperó el 23 de febrero dije, sencillamente, que porque ya habíamos sufrido la guerra civil del 36 al 39. En mi opinión –en la opinión de mis padres— ahí no hubo vencedores ni vencidos. Fue una guerra fratricida, muy sangrienta, que muy poca gente recuerda ya en primera persona, por razón del tiempo transcurrido. Yo mismo nací diez años después de que terminara el conflicto, y sin embargo recuerdo «los ecos de la guerra» de los que habla la nota a que me he referido. La gente de mi generación no vivió la guerra, pero sí los ecos que aún hoy pueden rastrearse en algunas conductas y vestigios. Es una huella difícil de borrar, a lo mejor es indeleble. Voy a permitirme recordar la frase introductoria de una de mis novelas que afirma: «A veces la guerra abre heridas más profundas que la muerte».

La guerra es destrucción y sufrimiento. Supongo que el ser humano actual se impuso por su inteligencia superior, y sin embargo parece que lleve la guerra en su mismísimo ADN, cuando se trata de la conducta menos inteligente que puede adoptar, la que perjudica a propios y extraños.