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Me encanta perderme por una gran ciudad y saborear los pequeños detalles. Estos días he estado en Madrid y he disfrutado fantaseando vidas ajenas en el metro. Siempre que lo tomo, independientemente de la ciudad en la que esté, me encanta pensar que con la mayoría de personas con las que me cruzo no volveré a hacerlo nunca más. Que durante unos segundos nuestras existencias se cruzarán fruto de un millón de millones de decisiones que se vienen tomando desde que el Universo se puso en marcha. Y a veces me invento quienes son, de dónde vienen o a dónde van.

A Alberto me lo encontré de noche en Atocha, imagino que cuando ponía punto y final a una larga jornada laboral. Vestía traje y corbata y una maleta que le colgaba de un hombro. Alberto casi pierde el metro, tuvo que correr en los últimos metros para colarse mientras la sirena avisaba de que las puertas se iban a cerrar. Nada más entrar, soltó una sonrisa victoriosa, convencido de que le había ganado el duelo al tiempo.

Puede que, para nosotros, coger un tren u otro que llega 5 minutos después, no tenga mayor importancia, pero para Alberto significa llegar a casa antes, quitarse el traje antes, estar con su familia antes, cenar antes e irse a la cama antes. Creo, en realidad, que la vida consiste en lograr pequeñas victorias. Y en ese momento, Alberto ganó una muy importante.

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A las 8.27 de la mañana, cuando esperaba en la madrileña estación de Bilbao para coger el metro, vi a Natalia. Lucía una melena negra espectacular y un tono de color de ojos que no llegué a descifrar porque fue incapaz de apartar la vista de la pantalla de su teléfono. Es por ello que no se dio cuenta de que sentada frente a ella estaban Teresa y sus inmensos ojos verdes que denotaban vitalidad por doquier.

Creo que Teresa se enamoró de inmediato de Natalia y, de haber podido, le habría jurado amor eterno, le habría propuesto escapar de la rutina a dónde escapan los sueños. Teresa, entre vaivenes, disimulaba intercalando miradas que pasaban del suelo a Natalia. Al suelo. Al rostro de Natalia. Al suelo. A las piernas de Natalia. Al suelo... Y Natalia seguía consumiendo vidas en algún absurdo juego en su pantalla. Y ese amor, que tanto quemaba y que parecía invencible, se apagó cuando Teresa bajó en Atocha. Pero fueron inmensamente felices, un rato al menos.

Don Francisco fue espía en su juventud. Uno de los mejores que conoció el Servicio de Inteligencia. A él le encomendaban las misiones más arriesgadas en los destinos más exóticos. Besó cuántas mujeres se dejaron y respondieron con pasión. Don Francisco, ahora es incapaz de empuñar una pistola con la determinación de antaño, culpa del maldito párkinson, y ya no puede escuchar conversaciones ajenas si no sube al máximo el volumen de su Sonotone. Y se duerme, con el meneo del tren soñando en otros tiempos, en otras vidas.