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Los buenos deseos del rey Felipe esconden en realidad una grave preocupación por la convivencia. Esta fue la palabra más repetida, siete veces, y clave por tanto de un discurso que sonó a una exhortación a ser buenos desde la reconciliación, la concordia, el diálogo, el entendimiento, la integración y la solidaridad, las palabras talismán a las que recurrió.

La intervención de Felipe VI ha sido la más corta de su repertorio navideño, 10 minutos y 50 segundos, en los que, sin citarlo expresamente, habló del deterioro que han experimentado las relaciones políticas y sociales. Si hay que recomponerlas como dijo, es que han cambiado para mal. Lo que no me parece oportuno es rescatar el ejemplo de la Transición, ese es un tiempo que pasó y no volverá, es el de Juan Carlos, el de Felipe ha de ser necesariamente otro, el de una Constitución actualizada a la sociedad de hoy para que no se nos quede como el brazo de santa Teresa.

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Cuantos vivimos la Transición la recordamos como una experiencia ejemplar, única en lo político porque fue iniciar un periodo de libertades y recuperar derechos robados. Pero el contexto actual no es igual aunque sea producto de aquella, dos terceras partes de la sociedad española lo ven como la época de sus padres y abuelos, ya no sirve de estímulo para recuperar esa convivencia en generaciones que se mueven por otros valores, lo que fue una conquista para unos es para otros un simple punto de partida.

Menos oportuno parece utilizarlo como enganche para los jóvenes, a quienes dedicó la segunda parte de su declaración. Es cierto que tenemos una deuda con ellos y que la sociedad es incapaz de generar tantos puestos de trabajo cualificado como demandan, «tenemos que ayudarlos», dijo el rey. Demasiado evidente, demasiado superficial para atraer a los jóvenes y para acercar su figura al colectivo social del presente y del futuro.