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El pequeño Nicolás, aquel joven impostor que se hizo célebre hace un par de años y acabó acusado de falsedad documental, estafa en grado de tentativa y usurpación de funciones públicas y estado civil, se ofreció el martes para ser el mediador-relator que busca el gobierno de Pedro Sánchez en su pusilánime aproximación a los secesionistas catalanes.

Quizás el joven caradura sería un elemento apropiado para atestiguar el contenido de las próximas reuniones entre el Ejecutivo surgido de la moción de censura y el de la comunidad autónoma catalana -la Generalitat- con los partidos estatales. Nadie más apropiado que este ‘echao palante’ para sintonizar con una cumbre pretendidamente bilateral gracias a la maniobra del presidente para conseguir que los independentistas aprueben sus presupuestos y continuar en la Moncloa, tal parece que al precio que sea.

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Si el presidente se pliega ante Quim Torra y acepta el diálogo de tú a tú como si de dos estados distintos se tratara, quién mejor que otro embaucador para dar fe de ello, como el avispado estudiantes madrileño.

Más allá de la anécdota subyace la humillación que supone para el resto del país que sea el máximo mandatario español quien dé pábulo a una bilateralidad ficticia, imposible en las circunstancias actuales. La apuesta por el diálogo que debía flexibilizar la recia postura independentista ha derivado aparentemente en una negociación abierta en la que es esta parte de los catalanes la que pone las condiciones mientras el presidente interino agacha la cabeza.

Vista la naturaleza sectaria e intransigente del hombre al que eligió Carles Puigdemont para que fuera su alter ego en la Generalitat, y los límites a los que es capaz de llegar el mandatario socialista de este país para estirar su mandato, uno empieza a temer que el propósito independentista está un poco más cerca.