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Qué chungo tiene que ser quedarse solo en Marte. Llevo unos días dándole vueltas al asunto, a raíz de la ‘muerte’ del Rover Opportunity, un robot que se diseñó para circular 90 días por la superficie del planeta rojo y que se apagó hace unas semanas, 15 años después. Sí, ya sé que para muchos no es más que una máquina carente de sentimientos y de voluntad –como muchos de nosotros a día de hoy culpa de los teléfonos móviles–, pero su historia es de leyenda. Gracias por los servicios prestados.

Corría el año 2003 cuando el cacharrito en cuestión fue enviado a Marte para que, con un poco de suerte, aguantase 90 días y recorriese 600 metros. Esa era toda la esperanza que había puesta en una especie de coche de control remoto que debía recorrer la superficie marciana intentando descubrir aspectos que nos ayuden a entender quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos.

A partir del día 91 cada jornada laboral que aguantaba el Rover se festejaba en la NASA como algo histórico, como una segunda oportunidad de esas que a nosotros muchas veces no nos llegan. Llegó la tercera, la cuarta y hasta la quinta oportunidad.

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Aquel aparato que tantos millones había costado aguantaba como un jabato las embestidas climatológicas –se ve que allí arriba hace un mal tiempo del carajo–, hasta sumar las 5.011 jornadas fichando, los 45.000 metros recorridos y que bien le merecerían una jubilación a gastos pagados en Benidorm, Mallorca o dónde quiera que se diviertan los robots ancianos.

Leía hace unos días que además de los logros científicos del Rover, que tiene un hermano gemelo, el Spirit, que aguantó hasta 2009 antes de quedar literalmente encallado en un cráter sin que el seguro de asistencia en carretera pudiera hacer nada –broma fácil y mala, lo siento–, es que ha ido jubilando uno a uno a ingenieros que estaban implicados en el proyecto mientras él o ella, o como quiera que se califique el género de un robot sin que se enfade el personal, sumaba días a una misión histórica.

Además, ha ido acogiendo nuevos técnicos que allá por 2003 no eran más que estudiantes a los que seguramente les pasaba factura en el patio aquello de ser amantes de la ciencia. Seguro que el imbécil de turno les zurraba y les hacía la vida imposible. Por entonces, mi misión particular era la de partir a Barcelona a empezar mi carrera universitaria. Está claro, es una máquina, no tiene sentimiento alguno y esa longevidad ha respondido más a un algoritmo o a una orden informática que a una cuestión de supervivencia y de superación. No habrá homenaje alguno para la gesta del Rover y por ello me apetecía dedicarle unas líneas. Por mérito propio, por admiración y porque a veces no somos conscientes de que la historia se filtra silenciosamente entre nosotros mientras el tiempo, cruel e imparable, avanza sin oposición. Hasta que nos llegue a nosotros esa suerte de descanso del guerrero.