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En 1966 el profesor de la Universidad de Harvard, Robert Rosenthal y la directora de un colegio de California, Lenore Jacobson, publicaron un interesante artículo sobre el poder de las expectativas en la educación. Los investigadores seleccionaron a 320 alumnos de seis cursos diferentes y les pasaron un test de inteligencia. Tras escoger al azar a 65 alumnos, los investigadores redactaron unos informes falsos que entregaron a sus profesores en el que les comunicaban que dichos alumnos habían obtenido unos resultados excelentes, muy por encima de la media y que, por tanto, podían esperar mucho de su rendimiento académico.

Cuando acabó el curso, los investigadores volvieron a realizar las pruebas de inteligencia a los más de trescientos alumnos. Los resultados fueron, sin duda, sorprendentes. Aquel grupo de 65 alumnos que falsamente habían sido calificados como más inteligentes obtuvieron unos resultados académicos significativamente mejores que el resto de sus compañeros. ¿Cuál era la explicación? Los profesores, de forma inconsciente, habían dado un trato de favor a ese grupo de jóvenes. Eran más amables y les sonreían con mayor frecuencia. Se les enseñaba más materia. Los profesores les preguntaban muchas veces y, si se equivocaban, les daban más oportunidades. Cuando el joven interrumpía en clase, los profesores consideraban que era debido a su inquietud intelectual. La etiqueta de «inteligentes», «listos» y «capaces» había modificado sustancialmente el enfoque que tenían los profesores acerca de esos alumnos. Y esta visión había influido poderosamente en el aprendizaje del joven.

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Las expectativas que tenemos sobre algo, en ocasiones, hacen que eso acabe sucediendo. Esta premisa –que se ha estudiado en Psicología con el nombre de «efecto Pigmalión» o de la «profecía autocumplida»- tiene una importancia fundamental en el ámbito educativo. Todos los mensajes que los padres transmiten a sus hijos, aunque no les den importancia, influyen en su comportamiento y en su capacidad de aprendizaje. Cuando un padre le dice a un hijo «es un trasto», «no sirve para estudiar», «no tiene capacidad» o «apenas se concentra», está transmitiendo la idea de que no tiene esperanzas de que mejore. Ese padre le está diciendo que no siga por esa vía, que esa puerta está cerrada y que debe buscar otras alternativas. Cuando el niño escucha ese mensaje, intenta adaptarse a la expectativa que tenía su padre, es decir, seguir en la misma línea y no mejorar en los estudios ni su comportamiento. De esta manera, se recrudece el problema porque el joven no tendrá ningún incentivo para cambiar y buscar soluciones. Al fin y al cabo, está «adaptándose» a lo que se espera de él. En el polo opuesto, las expectativas positivas –«siempre saca buenas notas», «es el más listo de la clase» o «enseguida lo pilla todo»- también pueden ser perjudiciales para el joven. Cuando los padres esperan mucho de su hijo, éste puede tener miedo a defraudarles. Estos jóvenes escogen las opciones más seguras y menos creativas lo que les permite moverse en una «zona de confort» donde apenas hay sobresaltos (y mucho menos avances significativos en su desarrollo).

Las «etiquetas» sirven para catalogar la realidad que nos rodea. Gracias a ellas, podemos hacernos un esquema de cómo actúan las personas sin necesidad de realizar un análisis en profundidad. Es un sistema cómodo, rápido y sencillo que apenas exige esfuerzo a nuestro cerebro. Trabajador. Obediente. Egoísta. Simpático. Alegre. Malhumorado. Cobarde. Son adjetivos que, al igual que una máquina procesadora en una fábrica de conservas, imprimimos de forma invisible en la frente de las personas que nos rodean. Una especie de código de barras que, cuando pasa por nuestra mirada, nos dice al instante qué podemos esperar de esa persona.

El problema de las «etiquetas» –como dice el psicólogo Alberto Soler- es que son muy difíciles de quitar. ¿Has probado alguna vez a quitar la etiqueta de un bote de verduras? El experimento de Rosenthal y Jacobson demuestra que las expectativas tienen un inmenso poder de transformación. Cuando se trata de los hijos, debemos ser conscientes de que la mirada que proyectamos sobre ellos condicionará su futuro. Quizá sea el momento de recordar aquella frase que algunos atribuyen a Albert Einstein: «Todos somos genios. Pero si juzgas a un pez por su capacidad de escalar árboles, vivirá toda su vida creyendo que es inútil».