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No respondía en absoluto al prototipo de joven conflictivo, habituado a los desmanes por el consumo excesivo de alcohol o cualquier otro tipo de sustancia cuando salía de fiesta, sino más bien todo lo contrario. A decir de quienes le trataron a lo largo de su corta existencia Gabriel era un joven sano, noble, deportista, de aquellos que siempre contribuyen a la armonía del grupo aportando la reflexión adecuada a cada momento y circunstancia. «A veces parecía el padre de todos», ha explicado uno de sus amigos, incrédulo y destrozado por la pérdida.

Sin embargo en la noche y madrugada del pasado jueves, por razones que lamentablemente ya nunca podrá explicar, fue presa del exceso junto a otros de sus amigos. En la misma zona de ocio del puerto de Maó en la que todos habían reído, cantado y bailado, primero en una cochera en la que siempre se reunían y más tarde en otra vivienda del puerto y en varios bares del andén de poniente, la fatalidad le encontró en el peor momento.

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Horas después el organismo de Gabriel tuvo una reacción letal y durante el fin de semana falleció en el hospital.

El joven de Cala en Porter deja, sin embargo, un legado tangible porque varios de sus órganos vitales contribuirán a mejorar la existencia de otras personas gracias a la donación aceptada por sus padres en un gesto hermoso, edificante, adoptado en un momento trágico de un dolor que solo pueden entender quienes han pasado por semejante trance.

La muerte de Gabriel, como sugirió su madre en la emotiva y multitudinaria despedida del miércoles, debería servir para algo más, o lo que es lo mismo, para que la adolescencia y la juventud, especialmente, tomen consciencia del riesgo que corren cuando la diversion traspasa límites y entra en el terreno más peligroso. No merece la pena. Que todos tomen nota.