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Sergio del Molino publicó en 2016 un libro titulado «La España vacía, viaje por un país que nunca fue». En él incluía un estudio de los territorios españoles despoblados, también llamados desfavorecidos, o incluso «la España rural», que es prácticamente toda la España interior, donde existen multitud de pueblos en riesgo de desaparecer, que sufren falta de nacimientos y son susceptibles de ser visitados por la «Caravana del amor» para formar parejas con mujeres de las que carecen y procrear como quien recurre a la repoblación forestal, comarcas que en las pasadas elecciones se han demostrado decisivas a la hora de conseguir diputados con menor número de votos -más ‘baratos’ electoralmente hablando- que en las ciudades. La despoblación supone una pérdida de actividades económicas y de patrimonio, una falta de servicios forestales y mayor riesgo de incendios. Por lo que respecta a las elecciones se calcula que un centenar de escaños salen de las provincias menos pobladas, donde el número de votos necesarios para ser elegido es mucho menor que en las regiones con mayor número de habitantes. Y el número de diputados es un bien escaso en vista de los resultados.

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Ya Antonio Machado se refería al hecho de que existían dos Españas, una España que muere y una España que bosteza. Pero a lo mejor hay más de dos: una España de derechas y una de izquierdas, una de vencedores y una de vencidos, una de trabajadores y otra de trabajados, además del país que nunca fue -la España rural- y el país que a lo mejor será, el país confundido y feliz que según Víctor Manuel podía verse desde el pirulí, un país que renuncia mayormente a la lectura y se reúne en torno al televisor. No me digan que no es un buen título, «El país que nunca fue». Huele a «Alicia en el país de las maravillas» y hasta a «Los viajes de Gulliver», un país invisible, agazapado en la cuarta, la quinta, la sexta o la undécima dimensión, en un universo paralelo o en los primeros albores de la física cuántica, un país olvidado, hundido, desparramado, perdido en un agujero negro, donde dicen que el tiempo ni siquiera existe. Stephen Hawking lo tenía muy fácil; no hacía falta viajar a las estrellas, bastaba con venir a España; pero no la España turística, ni la España industrial –agonizante-, ni la España científica -que tampoco existió nunca-, ni la España cultural ni tampoco la artística, que son poco más que eufemismos; bastaba con adentrarse en el desierto olvidado de la España rural.