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Amancio Ortega, el magnate nacional del textil, podía haberse gastado todo el dinero que le sobra en cualquier cosa –más yates, coches de lujo, juergas, lingotes, apuestas en el casino, compañía agradable y un largo etcétera–, pero ha tenido la ocurrencia de dedicarlo a la «filantropía barata», según algunos políticos de Podemos, y hasta ahí podíamos llegar. Ahora esos más de 300 millones de euros que donó su fundación a la sanidad pública han vuelto al centro del debate en un mal momento: la efervescencia de la campaña electoral. El gesto del millonario ha levantado tanto oleadas de críticas como de alabanzas, especialmente a favor están aquellos que se beneficiarán de los nuevos equipos tecnológicos en la lucha contra el cáncer, los enfermos. En el caso de Balears, la propia consellera de Salud agradeció en su momento la donación que obviamente el gobierno autonómico aceptó. Está dirigida a la compra de mamógrafos de alta tecnología y otro instrumental para los hospitales de las Islas, también el ‘Mateu Orfila’ se beneficiará.

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Está claro que la sanidad pública no debe depender de las donaciones de particulares, sino contar con una financiación adecuada; tampoco la educación, pero las becas de la administración no cubren las necesidades existentes y no es cuestión de despreciar las privadas. La Fundación Amancio Ortega tiene por cierto un buen programa de becas en el extranjero. Sanidad y educación públicas son las joyas de nuestra corona, necesitan una buena dotación económica de los presupuestos pero eso no implica que haya que ver las aportaciones particulares como limosnas ni indignarse por ello. ¿O no pedimos responsabilidad social a las empresas?

Unir filantropía y estrategia en principio no es delito, la evasión de impuestos sí, pero eso debe investigarse y comprobarse. Mientras tanto, aceptar las donaciones no está reñido con aplicar una fiscalidad justa y perseguir a quien no pague.