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Doce millones de metros de pared seca es lo que se calcula que tiene Menorca, levantada a lo largo de los siglos. Dicen que si la pusiéramos en línea recta llegaría hasta Chile. También dicen que si la construyéramos ahora costaría unos ochocientos millones de euros. Ya tenemos, pues, la solución a las crisis económicas y a las invasiones turísticas, bastaría con que se la vendiéramos a un multimillonario ruso. O que la cambiáramos por tierra buena para cubrir los campos ahora yermos, un buen espesor de tierra, y por un parapeto que nos protegiera de la tramontana, el viento más pertinaz y violento de la isla. Pero, claro, eso son soluciones utópicas, propias de la ciencia ficción. La realidad es más dura. Durante cientos de años trabajadores entecos, casi carbonizados por el sol, encajaron piedra sobre piedra para delimitar propiedades y trazar tanques y barracas para refugio del ganado. Gente que comía sopa de oliaigua, bebía en botijo y tenía las palmas de las manos tan callosas que parecían recubiertas de pedernal. Otros esforzados menorquines levantaron los mil seiscientos monumentos megalíticos de Menorca, algunos con tres mil quinientos años de antigüedad. Construyeron navetas y taulas para acercarse a unos dioses tan desconocidos como indiferentes, al menos indiferentes a sus deformaciones y padecimientos musculares de tanto acarrear pedruscos a veces de tamaño formidable. Después, cuando comenzaron a edificarse casas de piedra de marés, cubiertas con tejas árabes, proliferaron las canteras. La gente extraía del terreno la piedra de construcción, con lo que al mismo tiempo excavaban el hueco del sótano. Pero también había canteras fenomenales como las Pedreres de s’Hostal que hoy conforman un paisaje inquietante y han sido adquiridas por asociaciones como Líthica para preservarlas. Uno puede admirar las formas geométricas, blanquísimas, de ese paisaje poco menos que fantástico y aun asistir a conciertos nocturnos a la luz de la luna.

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Las piedras de Menorca nos hablan de su historia con un lenguaje hecho de silencios y silbidos del viento, desbordante de fantasía; delimitan un mosaico de pequeñas propiedades y pastos; conjugan la lucha contra una realidad adversa con el permanente esfuerzo del menorquín ancestral para dar salida a sus temores y fobias, a la incógnita de su origen y destino y a sus sueños y delirios. Otear el horizonte, rezar a un dios desconocido y navegar hacia el más allá en una nave de piedra.