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Líneas rojas, cheques de colores, trincheras, bloqueos, son algunas de las expresiones predominantes en el mundillo político español mientras la perplejidad, decepción e indignación van tomando proporciones homéricas en una ciudadanía desencantada. Desencanto democrático. No es concepto nuevo, si recordamos lo que solamente cuatro años después de la muerte de Franco escribía el añorado Manuel Vázquez Montalbán en su imprescindible «Crónica sentimental de la transición», publicada en «El País», que «el desencanto estalla como una flor del mal en la primavera de 1979». El aumento del paro y la subida de los precios del petróleo fueron circunstancias coadyuvantes para esta primera desilusión.

El asunto es que el actual remake del viejo film del desencanto no solo es muy similar en lo sustancial al que describía MVM en la versión original de los setenta, sino que la imagen de los políticos parece haberse deteriorado aún más. Es frustrante para quienes venimos del desierto franquista que, estas alturas, solo se atisben dos caminos, el de la autoflagelación y/o desistimiento o bien el de la toma de distancia irónica, con la perspectiva que proporciona el humor, como hizo en su día el ensayista alemán Hans Magnus Enzenberger en su memorable artículo «Compasión con los políticos» que me propongo recrear con espíritu relajado.

Y es que semanas antes de las últimas elecciones municipales y autonómicas bromeaba con un amigo expolítico, hombre concienciado y entusiasta de la cosa pública, sobre la posibilidad de entrar en alguna lista electoral.

- Bien, de acuerdo -le dije-, puedo considerarlo, pero tengo que velar por mi familia, mis hijos aún me necesitan, tengo hipotecas… Dime: ¿cuánto puedo ganar si renuncio a buena parte de mi trabajo?

Mi amigo se mesó el cabello (insultantemente denso, profuso y oscuro), se acarició el mentón, y me pareció ver como los números de la calculadora resplandecían en su frente.

- Entre sueldo y dietas, tanto.

- No está mal, y tampoco debe de ser mucho trabajo -contesté relamiéndome.

- Bien, tendrás que leer mucho -me espetó con un deje de ironía.

- Ningún problema, leer es mi gran pasión-contesté relajadamente.

- Sí, pero olvídate de tus novelas y ensayos. Tendrás que tragarte una riada inacabable de documentos, comunicaciones, borradores, propuestas, informes, expedientes, sondeos, boletines, dossiers, proyectos de ley…

Tragué saliva aparatosamente, aquello era sobrecogedor.

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- Un poco aburrido, ¿no? -musité, tratando de quitarle hierro al asunto.

- Lo más más aburrido del mundo: toda la vida del político es pura repetición, reunión tras reunión -contestó categóricamente.

- Hombre, no todo serán reuniones-le interrumpí.

- Te equivocas: todo son reuniones, siempre estarás reunido: juntas, comisiones, patronatos, asambleas, tertulias, comités. Te olvidarás de lo que significa no estar reunido…

- ¡Caray!, ¿no exageras un poco? Siempre se puede delegar…

- Claro, asesores, filtradores etcétera, hasta que selecciones tanto que no te enteras de nada y acaban por hacerte la cama. Y todo ello sin poder dejar de hablar nunca, tendrás que hacerlo sobre asuntos de los que cada vez sabes menos, y lo que es peor, con un miedo atroz a meter la pata. Sin darte cuenta, pronto hablarás solo una extraña jerga llena de coyunturas, sobredimensionamientos, posicionamientos, líneas rojas, empoderamientos, sororidades, retos, desafíos, y demás neolengua al uso.

- ¿Y qué me dices de la erótica del poder? -clamé en el desierto de mi desesperación.

- Olvídate. Una decisión que tú considerarás trascendental para la comunidad tendrá que pasar por el cedazo de comisiones y subcomisiones, la ferocidad de la oposición y de los medios de comunicación, intereses creados de los tuyos…

- Bueno, si todo es así como lo cuentas, siempre podría dimitir-musité con evidente desmoralización.

- Ni lo sueñes. La carrera política funciona como una nasa de pescador. Es tan fácil entrar en ella como imposible salirse. El que se deja atrapar no ve más que una salida: el ascenso. Y no te digo nada si te destituyen, todos se burlarán, te despreciarán…

Ni que decir tiene que me despedí de mi amigo y del bueno de Enzerberger con el convencimiento de que no iba a pasar el resto de mi vida estudiando ponencias, redactando informes, acudiendo los fines de semanas a actos folklóricos o bien, ¡horror de los horrores!, pactando obscenos repartos de sillones o esquivando dagas, pero también seguro de que dedicarse a la política no siempre es una bicoca sobre todo si quien desembarca en ella pretende hacerlo con honradez y voluntad de servicio, que de estos, haberlos, haylos.

Compasión pues para ellos, cuyos defectos y virtudes no dejan de ser un reflejo especular de nosotros mismos, pero en contrapartida, los ciudadanos incapaces de pasar por las horcas caudinas del ejercicio de la política tenemos el derecho de exigirles cierta devoción por su trabajo que, aun con todo, es el artificio que nos hemos dado para pedirnos pacíficamente cuentas unos a otros. Así que, por compasión, señores diputados, contágiense de tan acrisolada virtud, dense un baño de sentido común y evítennos el bochorno (y el peñazo, que diría Forges) de unas nuevas elecciones. No nos las merecemos.