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Te entiendo. Ha sido como una bofetada de muy mal gusto. Un cachete en todos los morros. Un puñetazo cruel que apesta a realidad y a morriña. El verano ha acabado. El tiempo, tan caprichoso como siempre, ha tenido a bien respetarnos hasta concluir las fiestas de la Mare de Déu de Gràcia, no confundir con las del popular barrio catalán, para soltar la tramontana, el agua, los estropicios y toda la jarana que lleva afectando a la Isla. Sin un impás intermedio, sin una mínima tregua para que nos adaptemos, prácticamente sin darnos tiempo a cambiar la ropa del armario.

El invierno, camuflado de un otoño cada vez más oscuro y menos caluroso, está a la vuelta de la esquina y con él regresa el lado oscuro de la Isla, aquel en el que cuatro de cada tres restaurantes están cerrados y donde los jóvenes se largan a cursar estudios, vivir la vida o a toparse con la intensidad de la vida lejos del hogar y al antojo del libre albedrío.

Septiembre ha llegado más malhumorado de la cuenta, destripando el argumento que llegará en octubre y en noviembre y con ganas de que las tardes en la playa se cambien por cafés antes de hora. Es horroroso, espero que sea solamente un amago de otoño y que la autoridad divina de guardia tenga a bien darnos unas semanas más de veranillo para que los que hemos tenido un verano demasiado intenso podamos hacer las paces perdidos en cualquier rincón ‘asseguts a sa vorera’.

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Ojo, que no estoy en plan llorica. A mí, el otoño me cae bien, menos esos quince días seguidos en los que no para de soplar la Tramontana, además acostumbra a traerme las tapas de esclatasangs. El problema es que me da la sensación que tanto el otoño como el invierno duran el doble que el verano y, sobre todo, que la primavera.

Y entiendo, también, que estos días nos dé por quejarnos y refunfuñar porque a muchos se nos han quedado algunas cosas pendientes por hacer en verano y ahora, como le habrá pasado a más de un alumno que no ha hecho los deberes, toca hacerlo rápido y mal, de cualquier manera.

¿Sabes? En realidad me encanta el otoño y también el invierno. No porque mi cuerpo esté cómodo con el frío, la lluvia y las caras largas, sino porque sé que cuando acabe el invierno, automáticamente empieza la primavera. Pasa como con la vida en general, que antes de poder disfrutar de algo que nos apetece mucho, algo que añoramos y deseamos con toda la intensidad posible, tenemos que pasar por un trago antagónico que deja un sabor amargo.

Es, precisamente, ese mal momento el que hace que luego valoremos mucho más lo que sí que nos gusta. Lo verás, cuando esté cuatro días lloviendo, verás con qué ganas sales a la calle el día que haya una tregua. Aunque mientras no invada la morriña.