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Ocho millones y medio de personas siguieron el debate. La cifra es inferior a la de abril y queda muy por debajo de los duelos González-Aznar o Rajoy-Zapatero, pero aún así concitó una notable audiencia, maltratada como fue por un horario inasumible para los millones de españoles que se levantan cada día a las seis de la mañana para trabajar. Comenzó a las diez de la noche del lunes y concluyó a la una de la madrugada del martes. Más luego toda la parafernalia babosa y prescindible de valoración y agradecimiento a los organizadores.

Dicho esto, el intercambio fue bastante dinámico, los cinco se zurraron la badana con ganas y la intensidad generó un buen ritmo. No lo ganó Sánchez, cabizbajo casi siempre, esquivo a preguntas y reproches, anunciando ministras y ministerios sin abandonar su papel de presidente del Gobierno en funciones y ponerse en el de candidato.

Tampoco lo ganó Casado, que se entrometió en exceso en las intervenciones de otros, que renunció a la corrupción anterior de su partido pero presumió de los logros de sus antecesores. Por si fuera poco, recibió más fuego amigo que enemigo.

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Lo lanzó Rivera, su teórico socio, al que esta vez le fallaron los efectos especiales del adoquín y los papiros. No dominó los nervios, le pudo la presión de las encuestas, había sido el mejor en el debate de abril y esta vez se quedó abrumado en la esquinita.

Iglesias ganó en tablas y recursos retóricos, tuvo el lapsus linguae de las mamadas y abusó de mendicidad pidiendo pacto a Sánchez tal cual un niño dando la tabarra por un chupa-chups.

Si evitamos el prejuicio de la etiqueta ultraderecha, que utilizó machaconamente Sánchez, Abascal expuso sereno sus ideas, fue el más claro y contundente y su mensaje llegó, como él dijo, sin manipulaciones. Que guste o no es otra cosa, pero fue quien mejor parado salió de la zurra.