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Usamos la expresión «de padre y muy señor mío» para referirnos a algo extraordinario, de grandes proporciones. Al parecer, la frase puede explicarse por el respeto que antiguamente se tenía por la figura del padre, que hoy en día ha venido mucho a menos. Antes el padre era no solo el cabeza de familia, sino además el señor, el dueño de la mujer y los hijos. Algo de «padre y muy señor mío» está por encima de nosotros y debemos respetarlo, o bien es muy abundante o de grandes proporciones, como cuando decimos «se armó el lío padre» o «tenía una fiebre de caballo (por no decir otra cosa), una fiebre de padre y muy señor mío».

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Padres los hay de varias clases; existen los reverendos padres, que normalmente no tienen ninguna experiencia de serlo, porque son curas y han hecho votos de castidad (aunque por ahí también ronda la expresión: «Nunca digas de esta agua no beberé ni este cura no es mi padre». Existen los padrastros, que son los cónyuges de las madres, en ausencia de los padres biológicos (aunque un padrastro también es un pedazo de piel que se levanta junto a las uñas de las manos y molesta mucho). Existen los padres adoptivos, que cumplen los requisitos legales para ser padre o recibir como hijo al acogido a su protección. Existen también los padres putativos (aparentes o imaginarios) como San José, que no era el padre biológico de Jesús y tampoco lo adoptó ante la ley de aquel tiempo. Existen los padres bonachones, que se desviven por sus hijos, y los padres intransigentes y hasta violentos, que pueden causar traumas psicológicos a sus hijos durante la infancia. Me refiero a la época anterior al momento de «matar al padre», que según Freud es cuando las personas maduran y se apartan del padre, dejan de admirarle como niños y le ven como realmente es, con sus defectos y virtudes.

Ya ven que en esto del padre hay mucha tela, algo largo de contar, da para llenar un volumen de aúpa, de padre y muy señor mío, a pesar de que hoy los padres hayan perdido autoridad hasta el punto de que un cachete a un hijo puede ser delito, y en cambio un cachete a un menor que no es nuestro hijo es solo una falta. La Audiencia de Alicante condenó en cierta ocasión a un hombre a tres meses de cárcel porque pegó en la cara a su hijo de trece años que llegó a casa de madrugada. Pero la Audiencia Provincial de Murcia condenó solo a ciento veinte euros de multa al autor de una bofetada a un niño que tardó seis días en curar, pero con el que no tenía lazos familiares.