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El cambio, ahora convertido en emergencia climática, no es algo que podamos palpar o comparar en nuestro breve paso por este planeta. No vale aquello de «pues yo no noto nada» o «cuando yo era un niño nevaba más». Imposible guiarse por percepciones subjetivas, es una cuestión de fe, curiosamente en la ciencia. En las voces autorizadas que constatan con concienzudas mediciones a lo largo del tiempo lo que acontece en la atmósfera, en los polos, y en los mares donde flotan nuestros plásticos y en los que el oxígeno va mermando. En este escenario aparece Greta Thunberg. ¿Qué tendrá esta menuda adolescente sueca, siempre con ceño fruncido, que despierta tanto odio como adoración? Pues ante todo supongo que el idealismo propio de la edad y una fijación con el tema que su familia abona y aprovecha. En todo caso serán ellos quienes hayan robado su infancia, no otros. El periódico «The Times» acusó a Thunberg y su entorno de ser solo un instrumento de grandes lobbies europeos de la energía, preparándose para lograr suculentos contratos gracias a la ecologización de la economía. Greta sería entonces una pieza inocente en su estrategia. De cualquier modo, su activismo ha levantado pasiones y miedos. Ha dicho cosas claras en los foros internacionales, verdades como templos, como que no se ha avanzado nada en la lucha contra el cambio climático. Solo palabrería, y veremos qué resulta de la Cumbre en Madrid, a la que no acuden los principales países contaminantes.

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El fenómeno Greta sin embargo puede ser contraproducente para la causa climática. Su excesivo protagonismo, enloquecidos los medios con una niña que –admite–, es una privilegiada, no debe desviar la atención del problema ni hacer que otros, con menos posibilidades, sientan que hacen poco, que sus esfuerzos cotidianos no valen nada. Ayer en Madrid Greta calló para que hablaran otros jóvenes. E hizo bien, hay más voces que escuchar.