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Las actuales generaciones, las nacidas desde los años 40 del siglo pasado, hemos sido las únicas que no han conocido la guerra. Sabemos, por testimonios directos o por relatos escritos, lo que fue la guerra civil y la postguerra, hambre y miseria.

A cambio, hemos vivido bajo la amenaza de una hipotética tercera guerra mundial que, con el grado de sofisticación y poder armamentístico alcanzado, sería letal para la humanidad.

La crisis presente del covid-19 tiene un desarrollo bélico discreto y universal. Me resisto a creer la teoría del origen artificial del virus y su difusión espontánea. Tampoco es cierta la profecía atribuida a Michel de Notre-Dame, Nostradamus, que circula por whatsapp. Sí lo es la de Bill Gates, quien alertaba de que la gran guerra de futuro no la harían los misiles sino los microbios, que el planeta quedará deprimido y que el contagio se realizaría entre personas que todavía no son conscientes de que tienen el virus, clave de la expansión descontrolada. Auguraba 30 millones de muertos en todo el mundo.

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En esa guerra estamos, la que el psicólogo F. Morelli describe como la manera que tiene el Universo de devolver el equilibro a las cosas según sus propias leyes cuando estas se ven alteradas. Es una manera, dice, de frenar la absurda aceleración en la que nos han acostumbrado a vivir, al crecimiento constante como premisa del éxito y desarrollo personal.

Las guerras dejan víctimas, las crónicas de hoy reflejan el parte diario de bajas y heridos, que va en aumento como consecuencia del fragor de la batalla. Nada será igual después, la postguerra será más dura para los supervivientes que la propia guerra para las víctimas.

Los economistas, por su parte, debaten si la recuperación será en ‘V’, sube al mismo ritmo que bajó, o en ‘L’, no hay recuperación sino devastación. Lo sabrán mañana los que no salen hoy en el parte de guerra.