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Esta mañana me he acordado de otros tiempos, cuando tenía dieciocho años y estudiaba Preuniversitario en el Colegio Salesiano de Mataró. Ha llovido mucho desde entonces. Por cierto, el día que llegué allí por primera vez, en pleno otoño, diluviaba. Por fortuna había un túnel que pasaba bajo las vías del tren de cercanías y pude esperar allí a que viniera un taxi. Recuerdo que hacia mitad de curso vino a verme el Kavi, que era un gitano señorito que venía a vender ropa a Ciutadella y se alojaba en la fonda de mi familia. Me llevó a comer al restaurante Santa Anna y me sirvieron un bistec de dos dedos de grueso, blando como algodón. Y es que en aquel colegio pasábamos mucha hambre. Luego el Kavi me llevó a ver a la abuela Dika, una anciana que solía comer en silencio, toda vestida de negro, con un velo cubriéndole la cabeza. Solo que la mujer ya había muerto y el Kavi me llevó a verla al cementerio.

Otro día vino a verme Azahara, que era una mujer viajante muy guapa. Tenía un hijo de mi edad, solo que menos tímido que yo, y me invitó a subir a su coche, un modelo Renault que entonces se llamaba «Cuatro cuatro» y salimos a la carretera. Donde veas camioneros, me dijo, ahí se come bien. Y efectivamente, volví a zamparme un bistec de dos dedos de grueso de lo más tierno. Los camareros se mostraban sospechosamente serviles con Azahara, y ella me miraba con una punta de cariño, porque seguramente la vida la había vapuleado de lo lindo antes de conseguir la posición que ahora ostentaba.

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Ya ven, Azahara y el Kavi, dos maneras distintas de abrirse camino en una España difícil, tal vez tan difícil como la que nos espera a partir de la crisis actual, que debe de ser la madre de todas las crisis. Azahara y el Kavi me han llevado a recordar el refrán que asegura que «amantes y ladrones gustan de la sombra y los rincones» No eran ni amantes ni ladrones, pero un gitano y una mujer sola, en la España que nos amamantó, eran cabezas de turco por lo menos.

Entonces, burla burlando, me he acordado de Bonnie and Clyde, que fueron asesinados a balazos después de una famosa carrera delictiva, y de Butch Cassidy y Sundance Kid, que lograron desaparecer en Sudamérica tras una fructífera carrera de robos. Me he acordado de Cleopatra, que fue amante del emperador romano Julio César, y de Josefina Bonaparte, que cautivó al joven Napoleón –26 años-, y de Ana Bolena, que enamoró a Enrique Octavo de Inglaterra cuando estaba casado con Catalina de Aragón.