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Le llaman la nueva normalidad cuando de lo que se trata es de un corsé necesario pero de lo más incómodo que consiste en aplicar una serie de medidas obligadas de carácter restrictivo para evitar nuevos contagios que van a modificar sustancialmente nuestras actitudes sociales caracterizadas por la cercanía y la efusividad tan propias de los latinos.

No se trata de protegernos con un trapito en la boca, como ya comienza a ser cotidiano. Cuando sea preciso brindar con la copa de vino por encima o por debajo de una mampara, hablar elevando el tono en la terraza de un bar para guardar la distancia de seguridad, cuando el acceso a la barra esté vetado, como estará, o cuando convirtamos en rutinario ir al supermercado como si fuéramos buzos sin escafandra pero con mascarilla tomaremos conciencia de la realidad postcoronavirus. No descarten tampoco controles de temperatura previos a la entrada a algún local con el posterior desalojo y cabreo si un simple resfriado nos ha subido un grado la temperatura.

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«No es la más fuerte de las especies la que sobrevive, tampoco es la más inteligente la que sobrevive. Es aquella que se adapta mejor al cambio», dejo escrito el celebérrimo científico Charles Darwin. Habrá que aplicarse por tanto a esta necesidad perentoria derivada del trecho trágico que venimos recorriendo con tantos muertos en el camino desde el pasado marzo y hacer caso, mal que nos pese, al naturalista inglés.

Sucederá en el momento en que el gobierno de este presidente que no tiene otro plan que encerrarnos, deje de racionalizar nuestra libertad prolongando estados de alarma que ya deberían transformarse en otro tipo de medidas, también radicales pero no totalitarias, como las que cumplimos desde hace casi dos meses (unos más que otros).