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El general Prim, director de aquella revolución de suspiros democráticos levantada al grito de «Viva España con honra» y que llamaron la Gloriosa, dijo entonces que los Borbón no volverían a España «jamás, jamás, jamás». Era 1868 y dos años más tarde, después de la efímera Primera República de cuatro presidentes en diez meses, fue asesinado el célebre militar de Reus. Cuatro años más tarde comenzó la restauración monárquica con el hijo de Isabel II, aquella reina con nombre de calle en Mahón.

Don Juan Carlos, sucesor de esa dinastía que tan mala prensa y memoria ha acumulado en nuestro pasado, traicionó el mandato del «atado y bien atado» de Franco y es el rey que trajo la democracia a España. El mérito es suficiente para enderezar la imagen de la familia en los libros de historia. Bajo su reinado este país ha logrado las mayores cotas de cambio y prosperidad.

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Llegó en un momento clave, cuando era más fácil y prudente dejar hacer que proponer. Resultaba clave atinar en la desginación del piloto para momentos de zozobra y Adolfo Suárez fue su gran acierto. La Constitución, redactada después por representantes democráticos del pueblo, acotó el poder del rey a poco más que un papel simbólico. Y de ahí no se ha movido.

Sería un error condenar su trayectoria institucional por acciones propias de un calavera, como dirían en castizo. Juan Carlos siempre ha sido muy humano en los vicios y ahora paga con su marcha las consecuencias del comportamiento, el resultado de un tránsito vital que le ha llevado de celebridad capaz de convertir en «juancarlista» a más de un republicano a un monigote de feria al que todo el mundo da leña sin haberse probado nada de lo que un comisario corrupto y una amante despechada -vaya cóctel explosivo- han divulgado.

A sus 82 años y con la tanca llaurada, ¿por qué no le dejan en la paz que merece?