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Anda muy encabronado el debate político con el tema de la monarquía, que, a pesar de la legitimación constitucional, siempre ha despertado recelos porque esa legitimación proviene realmente de una decisión del anterior jefe del estado cuya legitimidad deriva a su vez de haber ganado la guerra civil. Y de fondo, el viejo debate monarquía-república con el adherente maniqueo de conservadores contra progresistas que lleva al axioma indefectible de no hay progreso sin república por más que la etapa democrática en la que estamos demuestre justamente lo contrario. De modo que no importa tanto la etiqueta como el tejido.

En Europa hay doce monarquías, más de la mitad de las cuales corresponden a modelos de democracia y de países avanzados como Noruega, Suecia, Dinamarca o Países Bajos. Y, sin embargo, no conocemos a más de un rey o reina de los países citados. Es la mejor señal de que, como en España, tienen un papel de representación y sin poder en la monarquía parlamentaria de cada uno de sus estados.

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Tampoco son conocidos los presidentes de la república italiana o alemana. Su papel es el mismo, desprovisto del brillo que el papel cuché da todavía a las monarquías. Lo que importa es el Gobierno, el rey o el presidente de la república son figuras de sostén constitucional y cuando se rompe o destruye ese sostén ha de construirse otro molde constitucional.

A efectos prácticos no hay diferencia entre un modelo u otro, otra cosa es la legitimidad. En el caso español, discutido en cuanto aparece la ocasión, algunos constitucionalistas lo han explicado como república coronada, todo el poder lo tiene el Gobierno legitimado por las urnas y resulta indiferente que el jefe del estado sea un rey o un presidente de la república. Con azúcar, sacarina o a pelo, el café es el mismo, cada cual elige a su gusto.