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Los recelos de la población española ante la vacuna contra la covid-19 crecen. El Centro de Investigaciones Sociológicas en su barómetro de octubre señaló que un 43,8 por ciento de los encuestados no estaba dispuesto a vacunarse de inmediato cuando el fármaco estuviera disponible, cifra que creció al 47 por ciento en noviembre; además otro 13,4 por ciento de consultados tiene dudas.

Más modesta es nuestra encuesta en la edición digital, pero trasladada la misma pregunta a los lectores el resultado fue un abrumador 72 por ciento que no quería ponerse el primero en la fila para recibir la aguja en sus carnes. No creo que todas esas personas sean negacionistas de la pandemia, insensatos o ‘conspiranoicos’, seguro que hay gente juiciosa, que cumple los calendarios de vacunaciones de sus hijos y cuida su salud, pero a la que le falta muchísima información sobre todo ese proceso de fabricación de las distintas vacunas en tiempo récord y de sus posibles efectos secundarios.

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En resumen, no se fía. Precisamente ahora que la vacuna está cerca debería hablarse más de lo que contiene, antes de anunciar planes de vacunación masiva que tampoco sabemos si se van a poder cumplir. La vacuna y su distribución son nuestra única esperanza de recuperar no solo la salud global sino también la vida que teníamos a todos los niveles, familiar, social, económico, pero esta debe llegar acompañada de una transparencia que ahora no se está dando.

No ayuda nada por ejemplo que algunas farmacéuticas hayan anunciado que no pagarán indemnizaciones por posibles efectos adversos de sus vacunas; en el caso de la UE los estados se harán cargo de ese posible coste para compensar «los altos riesgos asumidos por los fabricantes». El éxito de investigación y rápido lanzamiento de una vacuna puede irse al traste si luego no se convence a la gente para que se la ponga. Y si no lo hace correremos dos riesgos: el sanitario y el de discriminar en función de la inmunidad adquirida.