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La nueva ley de educación nace maleducada, dando con la puerta en las narices a la mitad de los diputados del Congreso. Entre otras, la Lomloe lleva la misión de empezar a socavar la red de colegios privados, concertados o no, porque, algunos lo han dicho de forma explícita en ese lenguaje garbancero que utiliza los representantes de la gente, son colegios para pijos (y pijas, supongo). El prejucio evita el buen juicio.

Lo que se cargan o intentan cargarse, más que la tipología de colegios, es la libertad de elección, el principio que distingue una sociedad liberal de la del pensamiento único y aislamiento al disidente.

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Una de las claves de esta ley, según han explicado, es que la matrícula de los colegios privados también queda en manos de la autoridad gubernativa y las ayudas se recortan o desaparecen. No han entendido los cerebros de la nueva ley -me cuesta creer que haya alguno del PSOE, aunque sea una ministra socialista quien la firme- que estos colegios también dan un servicio público y hacer uso del mismo o no corre por cuenta de los padres. Del mismo modo que uno utiliza el servicio público del taxi o del autobús cuando quiere, puede o lo necesita, aunque el vehículo sea privado, según la explicación naturalmente muy pedagógica de un manifestante de lazo naranja días atrás.

‘El País’, me cuentan, predicaba a través de twitter que es «un disparate y un disparate genuinamente español, que el Estado tenga que sufragar a los centros concertados que a su vez cobran una cuota a los padres». Se lo puso a huevo a un periodista de ‘El Mundo’, que replicaba: «Es un disparate que el Estado tenga que sufragar el cine español, que a su vez ya cobra a los espectadores las entradas». Y luego nos han colado auténticos bodrios por los que hemos tenido que pagar dos veces porque llegaron adulados por la propaganda.