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Antes de Navidad debería estar operativa la aplicación anunciada por el Govern que permitirá el control de entrada a bares, cafeterías y restaurantes, también locales de restauración en hoteles, mediante un código QR. Así se anunció a finales de noviembre, después del revuelo armado por asociaciones de consumidores y patronales ante la pretensión de que se pidiera el DNI a todos los que accedieran a este tipo de establecimientos. Se decidió optar por una solución más acorde con los tiempos que corren y que no convirtiera a los restauradores en policías, asumiendo el Ejecutivo el coste de instalar lectores y el desarrollo de esta tecnología, por la vía de urgencia. Todo ello claro está en aras de frenar la expansión de la covid-19 y velar por la salud publica, ya que tener identificadas a las personas que acceden a bares y restaurantes ayudará después a rastrear posibles contagios. En Menorca se han resuelto hasta ahora ese tipo de brotes sin necesidad de códigos; con una llamada en redes sociales del propio bar, el comentario en la calle y la noticia publicada en los medios informativos se logró en Es Castell una respuesta admirable y un cribado masivo. Pero ahora toca fichar en el bar, móvil en mano. Si presentar el DNI se consideró invasivo y revolucionó a los restauradores, que ya bastante tienen con estar constantemente en la diana sanitaria, esto del código QR ha dejado a todo el mundo tranquilo. A todos menos aquellos que pasan del móvil, o intentan hacerlo, en sus horas de relax, conversación o contemplación en el bar. Si hasta ahora abandonar el teléfono en cualquier rincón de la casa era un quebradero de cabeza y requería varias llamadas a una misma –quizás sea esa ya la única utilidad del terminal fijo–, cuando hay que ir al trabajo, ahora será motivo de quedarte en la calle sin café o menú. A nadie parece importarle esa parte de la población que, bien por rebeldía o por edad, no vive pegada al móvil. Desconocemos si habrá alternativas al dichoso código para nostálgicos de lo manual.