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Los gobiernos, todos desde el Gobierno para abajo, han presentado estas semanas los presupuestos para el año que viene. Dicen desde antaño que es la ley o acuerdo más importante del año para la institución respectiva. La verdad es que si luego se prorrogan tres años, como ha pasado con los del Estado, no ocurre ninguna desgracia, a ningún funcionario le falta su paga con el aumento correspondiente.

En los presupuestos públicos ha de contemplarse hasta el último ardite, dicho en lenguaje quijotesco. Nada puede gastarse después que no esté presupuestado, aunque se permite mover partidas dentro de los mismos capítulos y a lo largo del año se pueden aprobar modificaciones, suplementos y hasta ampliaciones de crédito.

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Esa tarea la resuelven generalmente con eficacia los técnicos y los cargos públicos encargados de los números. Otra cosa es que los presupuestos sean ejecutados después como han sido aprobados. Se incluyen inversiones que si acabado el año no han visto la luz, no pasa nada. Para entonces se ha perdido la memoria o vuelven a incluirse en los siguientes presupuestos con la explicación «este año sí».

Cuando el asunto pasa de un año a otro y al siguiente entonces los presupuestos pierden su rigor y empezamos a pensar que nos toman el pelo. Los de la Comunidad Autónoma son un ejemplo de obras presupuestadas hasta cinco años seguidos (FP de Ciutadella, Conservatorio de Maó, ...). Que las vuelvan a anunciar, vistos los antecedentes, no es más que una declaración de intenciones carente de credibilidad.

Si el Consell tiene 30 millones de remanentes y los ayuntamientos otros tantos y lloran porque no podían gastarlos, el culpable no era Cristóbal Montoro sino su propia indolencia o incapacidad para haber invertido ese dinero en lo que estaba presupuestado. Generar superávit en una institución no es mérito, sino ejemplo de mala administración.