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Después de un tiempo de desconcierto, en el que no se sabía bien si teníamos que usar o no la mascarilla para protegernos del coronavirus (después supimos que no había suficientes para todos y por eso se retrasó la decisión), asumimos su obligatoriedad, hasta tal punto que, además de artículo sanitario y gasto de primera necesidad, se ha erigido casi en un complemento de moda más. Un poco de estética para aliviar el engorro del tapabocas –y narices–, y nuevo negocio para los más avispados. Si nada se tuerce es inminente que el Consejo de Ministros extraordinario apruebe el fin de la mascarilla en exteriores.

A algunos no les va a costar nada deshacer el camino andado, destapar sonrisas que hasta ahora solo se podían lanzar con la mirada, de hecho ya hay muchos que prescinden de ella en espacios abiertos, especialmente turistas que llegan de países donde su uso no es, o no ha sido, tan estricto como aquí; para otros, como ya ocurrió cuando terminó el duro confinamiento en los domicilios, será difícil, como andar desnudos, esquivando estornudos como balas perdidas.

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Pero lo cierto es que en general ya no podíamos más, gracias a los esfuerzos previos y la vacunación vamos a recuperar parte de la libertad perdida, al menos cuando no haya aglomeraciones y mientras estemos en la calle. Porque ya lo advierten los expertos, la mascarilla deberá llevarse en el bolsillo o en el bolso, por si se entra en una tienda o en un bar, también en un paseo en el que haya mucha concentración de gente. Miran preocupados a países como Israel, que ha tenido que echar el freno días después de suprimir la mascarilla tras registrar varios brotes. No hay que confiarse.

Es más que probable que el artilugio que nos limita pero nos protege se quede mucho tiempo entre nosotros, con idas y vueltas, y que ya no será algo que contemplábamos, con extrañeza y aprensión, en algún ciudadano asiático por un aeropuerto, sino que se habrá normalizado.