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Desde la calle Obispo hasta la plaza de Armas, con el Malecón insinuando una percepción extraordinaria, las gentes de La Habana y todas las ciudades de Cuba, simpar isla caribeña tan unida a España en la historia, ansían el cambio.

Son 62 años de régimen comunista ininterrumpido a partir de la revolución que urdió Fidel Castro, romántica y liberadora en su concepción original, pero fracasada en su desarrollo a medida que avanzaron las décadas, como sucedió en el bloque europeo del este. Sanidad pública y educación gratuitas, sí, con muchos matices, y a costa del sometimiento de un pueblo demasiado resignado.

Un paseo por La Habana vieja en bicitaxi hasta el mercado de San José, o una larga excursión a una ciudad de leyenda como Trinidad, previo paso por el mausoleo del Che Guevara, en Santa Clara, te lo puede ofrecer un conductor que pedalea frustrado pero paciente porque es todo un doctor en Historia o Filosofía, por ejemplo.

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Al cubano le aguanta un plato de arroz y frijoles en la mesa... porque mañana será otro día.  Y salvo en el periodo especial tras el desmantelamiento de la URSS, mal que bien, la mayoría ha tenido lo básico para subsistir.

Cuba es un regreso al pasado seductor que ejerce una atracción singular a quien la visita por primera vez. En la decadencia de su estructura, en el paradójico control del caos, o en el contraste entre unos, los que sí tienen, y los muchos que carecen de casi todo, radica parte de su embrujo exclusivo. Pero ya no se atisba futuro. A la mínima que ha caído el turismo por la pandemia las caducas costuras del régimen han vuelto a soltarse. Faltan medicinas y alimentos, salvo para los mejor situados, normalmente próximos al gobierno oligárquico de Díaz Canel.

La revuelta del pasado domingo, que ya parece neutralizada, precisaba una mayor solidaridad internacional para condenar la falta de libertades. El pueblo cubano merece de una vez avanzar hacia una modernidad que nunca logrará con el comunismo que le atenaza.