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Todos los otoños, al reanudar mis colaboraciones en «Es Diari»-este año más tarde de lo habitual por el tráfago de la publicación de mi última novela-, me someto a una severa autocrítica: ¿Tengo todavía algo que decir después de casi sesenta años dando la tabarra? ¿Sabría decirlo bien, con la mínima lucidez argumentativa, sin atisbos de sectarismo, sin acritud y sin perder el humor? Casi nada, menudas pretensiones en un mundo cada vez más tormentoso, atrincherado en discursos excluyentes y con circunstancias más que inquietantes, como la pandemia que no cesa, con su esperpento negacionista, la insoportable crispación política, o el auge de los movimientos de extrema derecha globalizada (¿resistirá la democracia norteamericana el embate de las asilvestradas huestes de un Trump con sed de revancha?, ¿y ese siniestro Zemmour que han parido los franceses, más allá del universo Le Pen?)…

De momento y, ante la magnitud de las amenazas, aplazo la presentación de mi novela en Zaragoza, me refugio en la esperanza de gozar de cierta seguridad con la tercera dosis de vacuna y me arrellano en mi sillón de lectura, donde desbrozo periódicos y libros que espero comentar en virtual compañía con mis dieciocho lectores censados (veintidós, después del libro). Y como a veces me preguntan cuáles son mis fuentes, aquellas que formaron como lector / escribidor se quedan perplejos cuando les contesto que «El Capitán Trueno» primero y «Astérix y Obélix» después. Evidentemente es verdad, pero no toda la verdad, excusez moi, profesor Hernández Mora.

Precisamente lo que me trae hoy por estos andurriales, lo que realmente me fija al sillón de lectura es precisamente la reciente aparición del último ¿cómic?, ¿tebeo?, ¿cuaderno?, de la saga, «Astérix tras las huellas del Grifo», donde me desternillo de risa con un centurión de piel biliosa llamado, agárrense, Feiknius, divertidas alusiones a determinados confinamientos, romanos terraplanistas, y una aldea de robustas amazonas donde ellas se dedican a guerrear mientras ellos lavan los platos y cuidan de la prole. Mientras tanto y como de costumbre, Asuranceturix el bardo y los romanos se llevan todas las tortas…

Si me preguntan por qué vuelvo reiteradamente a las aventuras de los irreductibles galos, es porque necesito su poción mágica para mantenerme cuerdo, volver a reír, y alumbrar la esperanza de un mundo mejor, ya que los druidas de nuestros tiempos (Trumpix, Bolsonarix, Abascalix) no solo carecen del talento de Panoramix sino que, con el ceño aborrascado, nos remiten a tenebrosas fórmulas del pasado. ¡Tutatis, échanos una mano!                                                                                                                             

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Lamentablemente, ninguna poción puede paliar el desamparo en que nos deja la muerte de Luis Feduchi, amigo de las últimas décadas con quien compartimos inolvidables veladas veraniegas en su torre de Binissaida en compañía de otros menorquines conversos. Médico psiquiatra dotado de una inaudita facilidad para hacer amigos (lo fue fluidamente de Gabriel García Márquez y ocasionalmente de Fidel Castro), y siempre extraordinariamente cercano. Conversador nato, ocupó también la tribuna del Ateneo para explicar su labor de psiquiatra especializado en delincuencia juvenil. Le encantaba la poesía (reconocía no leer ficción, pero en nuestro último encuentro me prometió hincarle el diente a mi novela) y recitar de memoria algún poema para los amigos. Probablemente deja obra escrita, pero su proverbial modestia ha frustrado hasta ahora cualquier pretensión divulgadora.

Defensor de los derechos humanos y de la libertad genuina, no la folklórica de las cañas  y tapas, fue pionero en el tratamiento psiquiátrico de los jóvenes delincuentes, con múltiples iniciativas que tomaron cuerpo en la Generalitat de Cataluña. Madrileño radicado en Barcelona y gran amante de Menorca, atesoraba un peculiarísimo sentido del humor que sus amigos ya empezamos a echar de menos. Seguíamos conectados en invierno a través de un chat de whatsapp, donde comentábamos nuestras respectivas lecturas y hacíamos planes gastronómicos para el siguiente verano.

Lo imagino ahora sentado con Gabo con un whisky en la mano contándole una de sus anécdotas más celebradas (real o imaginada, qué más da): Una noche al volver de una cena le para en la carretera la Guardia Civil y le preguntan si ha bebido. Luis, sin cortarse un pelo le contesta que dos o tres vinos y un par de whiskies. El guardia le anuncia que le van a hacer la prueba de alcoholemia y el bueno de Feduchi le espeta sin inmutarse:

- ¿Qué pasa, agente, acaso no me cree?

Luis Feduchi en estado puro o cuando «insustituible» deja de ser un tópico. Força, Leticia.