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«¿De dónde me siento?, ¿cuál es el lugar con el que me identifico?, ¿dónde tengo mis raíces?» se preguntaba la abogada Isabel M. Segura hace pocos días en estas páginas, en lo que parece un ejercicio intelectual interesante en unos tiempos en que quien más quien menos enarbola su identidad no solo como timbre de orgullo por la patria chica («sano regionalismo» solía decirse en los tiempos de plomo), o en ocasiones como arma arrojadiza, sino como condición metafísica: Rajoy decía sentirse muy español y mucho español, identidad que no reconoce (al menos de forma exclusiva) alrededor de la mitad de catalanes y buena parte de los vascos y, sin ir más lejos, en nuestra ciudad unos solo se sienten representados por una hache intervocálica en su toponimia mientras otros cortan por lo sano y por lo insano para eliminarla (la propia Isabel afirma en su artículo que lo de la hache es un tema muy sensible en su casa).

Bien, juguemos pues a lo que propone la abogada. ¿De dónde me siento? Siempre me he sabido mahonés, no me entendería fuera de la Isla a pesar de haber sido muy feliz en mis otros lugares de residencia prolongada como Zaragoza o Palma de Mallorca. Cuando vuelvo a ellos siento un cosquilleo en la espalda y mariposas revoloteando en mi estómago. También me ocurre en menor grado al viajar a París, Londres, Buenos Aires o Nueva York, mis ciudades preferidas de una vocación viajera que se va desvaneciendo poco a poco por esta maléfica combinación de virus mutante y edad galopante. Me considero ciudadano del mundo, pero nunca he experimentado con tanta intensidad emocional mi sentimiento de pertenencia que cuando declaré mi amor a la ciudad que me vio nacer desde el balcón del Ayuntamiento de Mahón en un pregón donde me transmuté en un tal Oliaigo Pons que no conseguía reunir las credenciales para ser considerado «un bon maonès». Desde aquel momento mágico dejé de tener dudas: era plenamente mahonés.

Y me doy cuenta de que en un solo párrafo he escrito el nombre de mi ciudad con y sin hache, y no lo corrijo, plenamente consciente de que lo correcto y lo conveniente es precisamente la cooficialidad Maó/Mahón, la primera porque lo dice la ley y pone de manifiesto las innegables raíces catalanas de nuestra cultura, y la segunda porque la impone la tradición y las preferencias de muchísimos mahoneses que nos encontramos más cómodos con la doble denominación, por integrar ambas sensibilidades. Se planteaba el otro día Antonio Muñoz Molina en Babelia una pregunta que tiene algo que ver con el falso dilema existencial de la mahonesidad: «¿Por qué siguen teniendo tanto atractivo las identidades por amputación, en las que para ser algo, algo en gran medida imaginario, algo tan conjetural como un adjetivo (o una letra), hay que arrancarse una parte de quién es uno?».

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Y, por fin, también está el famoso dictamen del poeta Rainer María Rilke: «La única y verdadera patria del hombre es la infancia», lo que nos lleva a lo más íntimo de nuestras vivencias y recuerdos, un batiburrillo de imágenes con los años cada vez más confusas y ruidos distorsionantes, ya que la memoria nos engaña, aunque emerge de vez en cuando algún «efecto magdalena» tremendamente evocador, por el que el célebre escritor francés Marcel Proust viajaba hacia el pasado a través del aroma de la magdalena de su abuela. Lo experimenté de forma vívida, turbadora, al visitar hace unos años la casa de Ses Moreres donde nací y pasé los primeros quince años de mi vida; subía al primer piso e instintivamente deslicé mi mano por la pared enfrentada a la barandilla de la hermosa escalera. Aquel tacto, liso, sutil, miles de veces experimentado en mi infancia, tuvo el mismo efecto que tiene en un teatro el súbito encendido de las luces del escenario: de pronto aparecieron los personajes, mis padres, mi hermano, Solita, la chica de Sant Lluís que nos ayudaba, y hasta el gato Dumbo, precursor del novelesco Michu. Fue una ensoñación, seguramente fulgurante, aunque a mí me pareció larga, mientras seguía acariciando la curvada pared de yeso pulido. Luego, alguien habló -probablemente mi madre nos llamaba para comer- y se rompió el hechizo.

Ahora, cuando ya estamos en plenas fiestas navideñas, homenaje anual a los más íntimos sentimientos familiares y, por tanto, de pertenencia, me recojo en la nostalgia de tiempos patrióticos, tanto de los primeros quince años como los diez o quince siguientes en que nos desplazábamos a Zaragoza para celebrar las fiestas con los abuelos y los primos de mis hijos, unas vivencias que han quedado esculpidas indeleblemente en nuestra memoria sin apenas distorsiones. Hoy, las navidades nos pillan cansados, asustados, perplejos, y ¡ay!, más viejos.

Felices, cautelosas, y vacunadas Fiestas.