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Los que se ponen de los nervios cuando oyen hablar de los «derechos» de los animales (entre comillas, porque difícilmente van a  tener derechos quienes carecen de deberes, aunque por supuesto merezcan el mejor trato), pueden entrar en convulsiones si se acercan al libro del periodista y escritor catalano-menorquín Lluís Vergés publicado el pasado septiembre por la Editorial Alfabeto, porque en uno de sus capítulos iniciales habla explícitamente de los derechos de los árboles. Si sometemos una planta cualquiera -cita Vergés del neurobiólogo de Florencia Stefano Mancuso- a un factor estresante como la sequía o la salinidad, responderá introduciendo en su anatomía y su metabolismo los cambios necesarios que garanticen su supervivencia, todas las plantas son capaces de aprender de la experiencia.

Si cuesta aceptar que los árboles sean seres inteligentes (hoy día lo políticamente correcto sería calificarlos de «seres sintientes»), es porque viven arraigados en el suelo, lo que les impide huir de potenciales depredadores como el presidente de Brasil Jair Bolsonaro, de profesión sus deforestaciones. Para defenderse, distribuyen por todo el cuerpo las funciones que en los animales se concentran en órganos específicos, como el aparato digestivo: los animales se nutren de otros seres vivos, y las plantas nutren a otros seres vivos, el matiz es capital. Nosotros consumimos oxígeno y producimos CO2 mientras que las plantas hacen lo contrario: nosotros contaminamos el planeta; los árboles, en cambio, mejoran nuestro entorno.

Confieso que cuando el amigo Lluís, con quien llevo décadas comentando e intercambiando consejos literarios, me hizo llegar su obra no supe qué decirle, ¡un libro sobre árboles, allà va!, ¿a quién podrá interesar salvo botánicos o a profesionales especializados en diseño de jardines? Claro que su anterior libro, su «opera prima», también se las traía, nada menos que un opúsculo sobre «Tenis en la Luna» que resultó ser un documentado y divertido compendio histórico de ese deporte al que se jugaba ya en la Edad Media bajo el nombre de jeu de paume o giocco de la palla y en el que el bueno de Lluís me apalizó inmisericordemente «al alba y con fuerte viento de Levante», de la misma forma que el entonces ministro Trillo conquistó heroicamente el islote de Perejil.

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Pero hablábamos de árboles, y a través de frutos prohibidos en el jardín de la ciencia del bien y del mal, la legendaria manzana tentadora de Eva y luego la del ¡Eureka! de Isaac Newton, Lluís Vergés nos lleva a una especie de representación teatral en que sus protagonistas arbóreos, aparentemente inanimados, cobran vida al levantarse el telón para configurar una obra colorista y pedagógica sobre la importancia de cuidar el planeta y sus árboles, nuestros mejores aliados en la lucha contra el cambio climático. Cita al ecólogo Thomas Crowther quien propugna la reforestación del planeta para absorber grandes cantidades de dióxido de carbono de la atmósfera. Los árboles no solo embellecen, sino que son la residencia habitual y lugar de descanso de la mayoría de los pájaros, razón de más para reforzar nuestra fe arborícola.

«Por los bosques. Los árboles son nuestra salvación», el libro de Vergés, entra inesperada e involuntariamente en la más rabiosa actualidad (realmente airada en nuestro país, vive Dios) cuando hacia el final acude a otro científico, Meirelles, quien explica que la principal causa de la deforestación de las selvas amazónicas es «el aumento del consumo de carne de vacuno en Brasil y en el mundo, con la expansión de la ganadería extensiva basada en pastizales», con lo que nos meteríamos de lleno en uno de ellos. Más nos vale, como nos advierte el libro, «pensar en lo que sucedería si mañana las plantas desaparecieran de la tierra, si los pilares verdes dejaran de sostener el firmamento sobre nuestras cabezas: la vida humana duraría unas pocas semanas, en pocas horas desaparecerían del planeta las formas animales de vida superior. Si por el contrario fuésemos nosotros quienes desapareciésemos, las plantas volverían a apropiarse de todo el territorio que le hemos arrebatado a la naturaleza y, en poco más de un siglo, todos los signos de nuestra milenaria civilización quedarían cubiertos de verde».

Pero que los árboles nos dejen ver el bosque: sin saber uno nada de ganadería y, excesos verbales del ministro al margen, en el fondo, Alberto Garzón parece tener más razón que un santo. Y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, menos hormigón y más árboles para nuestra Explanada.