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Aunque uno es televidente solo de noche y normalmente de series, excepto los días de obligación religiosa con el cilicio blaugrana, confieso que en la última semana no he podido evitar alguna incursión a deshoras en territorios desconocidos para mí, como Telecinco o la Sexta. El desliz empezó al resbalar en la piel de plátano del llamado «Hormiguero» por mor de la anunciada presencia de una periodista de cuerpo entero como Julia Otero, gozosa superviviente de un cáncer que la ha tenido alrededor de un año fuera de onda y nunca mejor dicho.

Julia estuvo inmensa ante el conductor del programa Pablo Motos, totalmente sobrepasado por la magnética personalidad de la presentadora, que habló sin tapujos ni eufemismos y con especial lucidez sobre lo que se siente ante un diagnóstico tan desolador, y que es fundamentalmente miedo, nada paliado por las bienintencionadas apelaciones a «ver la parte positiva» tan propia de los manuales de autoayuda (padecer cáncer no es una oportunidad resiliente sino una inmensa putada, con perdón). Mientras Julia hablaba, me parecía ver la cara de mi mujer hace un par de años, en parecidas circunstancias, cuando le espetaban aquello tan consabido de «Bah, tú eres muy fuerte, lo superarás». «Ni de coña soy fuerte, estoy cagadita», reiteraba Julia ante un estupefacto Pablo Motos, quien apenas lograba meter baza, ni falta que hacía. El programa marchaba solo.

¿Entregarse al victimismo o ponerse en manos de la ciencia médica con el mejor ánimo posible?, este es el dilema que se planteó Julia. Ella decidió seguir a rajatabla las indicaciones de sus doctores, principalmente por lo que llamó con originalidad y gracejo «melancolía del futuro», es decir, en ningún momento pensó en lo vivido hasta entonces, sino en las cosas que se perdería si arrojara la toalla: estar con su hija, viajar, tomar unas cañas, aunque no fuera en Madrid (esto no lo dijo), dirigir su programa de radio, leer buenos libros… Y se puso en manos de la medicina, lo pasó mal, muy mal, en ningún momento edulcoró los meses de terapia intensiva, períodos de dolor y desesperación, pero ahí estaba el otro día ante las cámaras, resplandeciente y seductora, dictando la primera lección de su segunda vida, en la que insistió en su repudio al leguaje belicista: el cáncer no es un enemigo contra el que luchar sino simplemente una enfermedad a la que hacer frente, un asunto médico. El enfermo no tiene responsabilidad en ello, no le añadamos una sobrecarga psicológica… Chapeau, Julia.

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Pero no sería solo Julia la causante de la transgresión de mis costumbres en la última semana. He de confesar que en varias ocasiones abandoné mi sillón de lectura para arrebujarme ante el televisor y picotear informaciones sobre el segundo «urdangarinazo», después de su estelar irrupción en el tenebroso mundo de las finanzas que le llevara a la cárcel junto a un amigo mahonés, cuyas andanzas desconocíamos. Ahora, reaparece inopinadamente Iñaki de la mano (literalmente) de una señora vitoriana y se arma la marimorena en las televisiones convencionales, menudo festín, con todos los mariachis de la prensa del corazón despendolados. Lo más patético, los intentos de algunos por justificar el desmadre informativo: «Es que el asunto tiene connotaciones institucionales», escuché a uno de ellos, o ellas, que no recuerdo, para acreditar su plena irrupción en la más descarnada prensa del corazón. Y dicen que Cristina, la repudiada, descolgó el teléfono para pedir consejo a su padre…

Aunque no todo es farándula en el mundo de la televisión. Echo una mirada al nuevo programa «Las claves» de la Primera, conducido por el intenso periodista politólogo Javier Ruiz, quien intenta dar la réplica a la plaga de tertulianos sabelotodo que infestan los medios. De entrada, invita a los directores de dos prestigiosos periódicos, «El País» y «La Vanguardia» así como a científicos y juristas expertos en temas pandémicos, con una ilustrativa incursión en la industria de la mentira que, desde la irrupción de Trump, es un negocio floreciente en todo el mundo, con empresas dedicadas exclusivamente a la intoxicación informativa y a la manipulación electoral.

Y por último, rizo el rizo de mi muy televisiva semana asistiendo online a la narcotizante intervención de Salvador Illa en el Ateneo y finalmente a un muy recomendable diálogo colgado en la web de la Fundación Ramón Areces entre el científico Rafael Yuste y nuestro amigo jurista de altos vuelos Tomás de la Quadra, sobre el muy inquietante mundo de las conexiones interfaz cerebro-ordenador y sus derivadas, fundamentalmente las de los derechos digitales, denominados precisamente neuroderechos. Pero eso será para otra ocasión, ahora estoy muy atareado tratando de averiguar qué narices es un metaverso mientras trato de exorcizar el asuntillo de Ucrania…