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Una lectura simple de los resultados del domingo en la vieja Castilla y las antiguas provincias de León determina que han ganado las derechas y han perdido las izquierdas, así, en plural. Si se mira en clave nacional, Pedro Sánchez se la vuelve a pegar, a pesar de haber metido el BOE, a Tezanos y a un ejército de ministros en la campaña, y Pablo Casado, presunto incitador del adelanto electoral para probar sus fuerzas a casi dos años vista, vuelve a temblar en la incertidumbre.               

Si hubieran ganado las izquierdas, ya estarían repartidos los cargos como una salida natural a la voluntad expresada por los seis de cada diez ciudadanos que se tomaron la molestia de acercarse a las urnas. En aquellos pueblos de la España dispersa se plantea por lo general como un aliciente antes de ir a echar un chato al bar -allá donde quedan bares- y una partida al mus o al guiñote.

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Pero han ganado las derechas de forma clarita. El PP ha logrado dos procuradores más, aunque se ha dejado por el camino tantos votos como la ciudad de Ávila, y el PSOE ha perdido siete escaños y tantos votos como los de Ávila y Segovia juntas. Podemos y Ciudadanos son ya una flor marchita en la escarcha de los campos de Castilla.

Frente a la conclusión común de que todos ganan, todos han perdido algo, salvo Vox, más pujante que nunca, y las voces locales de la España olvidada, que ocupan ahora un rol que quiere más protagonismo en la escena.     

Las matemáticas para la gobernabilidad son tan claras que solo pusilánimes como el líder del PP y Teo, como él llama a su compadre en la estrategia, la cuestionan. En vísperas de la apertura de los colegios electorales anuncian que no pactarían con Vox. Justo lo contrario de la apuesta lanzada por Díaz Ayuso, que vuelve a darle sopas con honda a su jefe. Casado empieza a parecer un submarino de Podemos en el PP.