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Terminaba mi último comentario apelando al canto elegíaco de Ortega y Gasset    en noviembre de 1931, en pleno debate constitucional: «¡No es esto, no es esto! La República es una cosa, el radicalismo es otra. Y si no al tiempo.» Y es que se viene observando no solo la polarización, sino también una hostilidad creciente entre ciudadanos adscritos a diferentes tribus. Como si hubiéramos superado la fase del desacuerdo para pasar a la de pérdida de confianza, virtud sin la cual no hay proyecto de sociedad posible. ¿Alguien duda que habría acuerdos de Estado entre gobierno y oposición si los respectivos líderes se llevaran razonablemente bien?

Día a día se ensancha la brecha  entre la visión onírica de nuestra juventud relativa a una democracia beatífica que encontraríamos a la salida del túnel franquista, y la cruda realidad de la actual democracia agresiva y esperpéntica, en la que se ha perdido no solo el norte sino también las formas. Nunca como ahora se habla con más saña del otro, jamás se había insultado tanto, ni se había despreciado tanto al adversario político, convertido hoy día en enemigo. El espectáculo de la votación sobre la Reforma Laboral tardará tiempo en desvanecerse de la memoria colectiva.

Nunca pensé que la belicosa época de las fake news, inaugurada por Donald Trump el día que aseguró, contra todas las evidencias, que hubo más gente en su toma de posesión que en la de Obama, nos llevara tan lejos. La realidad alternativa, especie de metaverso avant la lettre, ha cambiado la forma de hacer política y nos ha cambiado a nosotros. Los políticos han mentido siempre, algunas veces han vestido sus mentiras como rectificaciones a promesas incumplibles, pero les veíamos el plumero. Ahora, la proclamación de una verdad alternativa es la norma y nos la tragamos sin mover una ceja como si fuera un argumento incontestable y la digerimos placenteramente si la profiere uno de los nuestros.

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El otro aspecto que pervierte la práctica política y nuestras propias relaciones sociales es, como apuntaba al principio, la animosidad creciente que se observa, sobre todo desde la salida del armario de formaciones «sin complejos» que hacen de la confrontación su marco ideológico. Hoy el trumpismo global es el verdadero huevo de la serpiente que amenaza la paz mundial por la alta capacidad de contagio que le proporciona    su apelación    al universo de las emociones, con un    cinismo de lo más inquietante: «El asalto al Congreso forma parte de un discurso político legítimo» ha espetado recientemente el magnate neoyorquino ante el estupor general.

Naturalmente la política se impregna de este clima y se contagia de la agresividad ambiental. En el desierto ideológico que atraviesa la sociedad contemporánea, la preponderancia de la emoción en la política ejerce una acción compensadora evidente, propugnando soluciones fáciles a problemas complejos y haciéndolo precisamente «sin complejos». Y así estamos, hechos un lío sobre el tratamiento que se debe aplicar al fenómeno ultra que conmociona a Europa. ¿Cómo afrontar la poderosa emergencia de estos partidos de la derecha alternativa?

Lo primero sería no dejarse seducir por falsas equivalencias y sofismas de todo tipo, especialidad de la casa de todo populismo que se precie, y para cuyo análisis acudo al filósofo y profesor de Ciencia Política Ignacio Sánchez-Cuenca quien contrapone los casos de Podemos y Vox para tratar de desbrozar si son equivalentes sus credenciales democráticas. Podemos, escribe el profesor, es un partido abiertamente republicano, tiene una visión crítica de la Transición española, es europeísta y está a favor de un referéndum en Cataluña… Ninguno de los puntos mencionados entra en colisión con los principios de la democracia por mucho que pongan en cuestión a la monarquía o la unidad de España. En cambio, continúa Sánchez-Cuenca, Vox defiende medidas excluyentes que contradicen principios democráticos básicos como la ilegalización de partidos nacionalistas, la criminalización de la inmigración, un nulo europeísmo y el negacionismo más cerril sobre cuestiones de género…

Y concluye Sánchez-Cuenca: «En caso de que PP y Vox sumaran una mayoría absoluta, el resto de grupos debería prestar sus votos al PP para que este gobierne sin necesidad de contar con Vox». En esto consiste el cordón sanitario (sería más apropiado llamarle «cordón democrático») que se aplica o se ha aplicado en Francia, Alemania, Países Bajos, Reino Unido, Suecia, o Noruega frente a la extrema derecha. Parece razonable, pero ¿quién le pone el cascabel al gato?