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Algunos meses atrás alegué que Dios no nos examinará después de esta vida, excelso como es para afrontar tales minucias, como acertadamente puntualizan algunos filósofos. Ahora bien, no advierten estos pensadores que Dios determinó en un principio, mecanizados como fueron los diferentes eslabones universales, que las evaluaciones fueran también a través de un automatismo,…que para el caso que nos ocupa es lo mismo, pues se trata igualmente de valorar nuestra conducta en este mundo bajo el aliciente de un aprobado o el peso de un suspenso.

Retrasé revelar los engranajes de este mecanismo para el mes siguiente por falta de espacio. Sobrevino, sin embargo, estar durante este lapso inmerso en los tejemanejes que representaban la edición de mi nuevo libro, «La pelota, la vida y la pluma», y lo aplacé… Pero como casi todo lo diferido llega a su término, me dispongo a desvelarlo.

Antes, creo sin embargo necesario para la total comprensión del automatismo definir el sentimiento, donde reside el quid de la cuestión: un espacio interior implantado por Dios cuando nacemos, con el espíritu como sustantivo y, como adjetivos: el carácter, el cuerpo y a medida que crecemos, progresivamente, las sucesivas ramificaciones de la psique, en suma un espacio confeccionado por distintas y encontradas jergas que conformarán en un futuro nuestra alma.

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A los lenguajes del carácter, el cuerpo y las raíces psicológicas, los entendemos por ser terrenales, pero no así al espíritu, universal como es, jerga extraña, silenciosa, que debe ser escuchada asimismo en silencio. Silencio contra silencio, sin proferir razones, intuyendo, escuchando, el prudente idioma universal de la sapiencia: un espejo, donde, a medida que se ahonda, podemos contemplar objetivamente la belleza o bien la fealdad de nuestro rostro tal y como lo contemplaba Dorian Gray en el suyo.

Debo afirmar asimismo, a modo de inciso, parecerme grave, además de sorprendente, que no concurra entre billones de libros uno explicando los elementos que conforman el sentimiento, así como sus devenires, por lo que, por su importancia, decidí en su día escribirlo yo mismo, publicación que se editará a fin de año, si no me retraso a causa de algunos flecos, todavía por recortar.

Observar también, para la comprensión del automatismo divino, que cualquier persona que ha pisado el planeta tiene una doble relación con cada uno de sus propios actos, antes de acometerlos. Se trata de lo que uno siente y de lo que uno piensa acerca de cualquiera de ellos. Naturalmente las actitudes emanan del sentimiento y antes de darles rienda suelta las pasa por la aduana del pensamiento, donde el espíritu suele ser el disidente por no hablar su mismo lenguaje, produciéndose un diálogo entre ambos, donde se sopesa, valora, y en conclusión se decide la mejor opción.

La solución más común en nuestras disquisiciones reside en que damos prioridad a las necesidades del carácter, del cuerpo o de la psique en vez de a las del espíritu. Nos parece que el placer terrenal es la cima de nuestras querencias cuando nos aporta más, verdad, residir en un remanso pacífico, desechando la erupción de nuestro yo…si distorsiona el rostro en el espejo.    El automatismo divino advertirá pues un día, únicamente, si nuestro rostro es grotesco o gentil, si es liso o con rugosidades, no nuestras razones, y cada uno de nosotros proseguirá via automática a través del sentimiento hacia el lugar que merece,… más allá, claro está, de ser creyentes, agnósticos o ateos, ya que la religión no tiene correspondencia directa con el dictamen del Universo, sino solo lo tienen nuestros actos, la religión simplemente ayuda a mantener incólume el rostro para que se refleje amable y sólido en el espejo sentimental.