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Aunque en pleno siglo XXI el mundo aún sea capaz de meterse en guerras, prueba fehaciente de una perenne burricie, la ciencia va conquistando cada vez cotas de mayor altura para el conocimiento humano, como las que tienen que ver con la inteligencia artificial (IA) que, unida a la robótica, podría llegar a curar enfermedades, solucionar un problema energético como el que se nos venido encima con la crisis ucraniana, librar a la humanidad de las hambrunas e incluso, sobrepasando a la diplomacia, acabar con las guerras… Pero también es muy capaz de invadir nuestra intimidad y, más inquietante aún, modificar nuestros comportamientos.

Afirma el catedrático Javier Tejada en su interesante y divertido libro «Relatos de un futuro próximo» que la Inteligencia Artificial es un término para una colección de conceptos que permiten que los sistemas informáticos funcionen vagamente como el cerebro, es decir, una red neuronal basada en un sistema matemático que puede analizar datos y señalar patrones que pueden ser intencionalmente falsos o correctos… Sin disimulos, se discute ya en público sobre la posibilidad de que las máquinas del futuro piensen y hasta puedan creerse capaces de crear una versión mejorada de nosotros mismos y nos ayuden en la toma de decisiones. ¿Seremos capaces, se pregunta Tejada, de aprovechar al máximo la plusvalía de conjugar las dos civilizaciones, la humana y la robótica, en beneficio de las dos? El camino a seguir debería dirigir el avance de nuestros valores e ideales sociales hacia una nueva Ilustración…

Al parecer, el desciframiento de las claves neuronales va muy por delante de las posibilidades de manipulación, para la que, según los científicos faltan entre diez y veinte años. Entonces, el ser humano puede convertirse en híbrido, parte de la actividad cerebral podrá desarrollarse fuera de él. Esa interfaz cerebro-ordenador va a provocar dilemas éticos ante los que la sociedad debe intervenir para proteger la dignidad de la condición humana, que debe ser protegida en el nuevo escenario. Para ello ya se han puesto en marcha comisiones multidisciplinarias por parte de la ONU que estudian estos nuevos dilemas o retos: ¿Somos conscientes de que podemos perder libertad e identidad en un mundo donde las compañías tecnológicas podrían apoderarse de tus propios datos cerebrales?

El jurista, catedrático y exministro Tomás de la Quadra se preguntaba en un reciente debate en la Fundación Ramón Areces, si nos ponemos a fabricar centauros o nos marcamos unos límites, que pasarían por pedir protección a los poderes públicos frente a los vaivenes de las nuevas tecnologías, aprovechar las posibilidades ilustradas que comentaba al principio, tomar conciencia de los riesgos que corremos y abonar la esperanza de poder llegar a tiempo. La misma pandemia no hubiera sido lo mismo si hubiéramos tenido capacidad de anticipación en lugar de ir dando bandazos como los que se dieron en todo el mundo. Los llamados neuroderechos sobre los que se está trabajando, son nuevos derechos humanos adaptados al mundo digital y serían los siguientes:

1) Garantizar el control de cada persona sobre su propia identidad.

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2) Garantizar la autodeterminación individual, soberanía y libertad en la toma de decisiones.

3) La confidencialidad y la seguridad de los datos obtenidos o relativos a sus procesos cerebrales y el pleno dominio y disposición sobre los mismos.

4) Regular el uso de interfaces persona-máquina susceptibles de afectar a la integridad física o psíquica.

5) Asegurar que las decisiones y procesos basados en neurotecnología no sean condicionados por el suministro de datos, programas o informaciones incompletos, no deseados, desconocidos o sesgados.

¿Ciencia ficción? No, anticipación para que no nos coja el toro como en la pandemia, de la que estamos emergiendo llenos de dudas y temores. Define el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han en su último libro «No cosas» una de las claves del mundo digitalizado en el que nos ha tocado vivir, y es que realmente producimos más información que cosas, a la par que en el mundo controlado por los algoritmos vamos perdiendo nuestra capacidad de obrar por nosotros mismos, a la postre, nuestra autonomía…

De pequeños aprendimos aquello tan rimbombante del «libre albedrío» como el summum de la dignidad humana. Pues bien, eso está en claro peligro y para defendernos de ello nacen los neuroderechos, un instrumento imprescindible para no perder de vista la dignidad humana, que debería ser amparada y protegida    por los poderes públicos de los embates del mercado. Nunca como ahora el denostado «papá Estado» había sido tan necesario.